Pican, pican los mosquitos...
Gaby, Casi y yo acabábamos de regresar al pueblo chileno de Cochrane luego de varios días de gastar suelas en los alrededores del imponente cerro San Lorenzo. Tras la ducha de rigor, dejábamos transcurrir la calurosa tarde en un hospedaje familiar. Lo que se dice un momento de ocio total. Y merecido.
Con la dueña del lugar, Ana, se había establecido una relación más que cordial, y que derribaba la famosa frialdad entre argentinos y chilenos. Lo comprobamos con sorpresa esa misma tarde, cuando decidió invitarnos a dar un paseo en la camioneta de su hija, junto a ésta y su pequeña nieta.
El plan era, en apariencia, muy simple: ir a tomar unos mates al cercano lago Esmeralda. Si observábamos los relojes, lo cierto es que no sobraba tiempo. El sol se estaba por ausentar del firmamento, pero en fin... ¿Cómo no aceptar semejante convite?
Salimos a la calle con lo puesto y enfilamos hacia la camioneta. No recuerdo qué extraña razón hizo que fuera Doña Ana quien se sentara frente al volante, pese a confesar que no manejaba desde hacía no sé cuantos años. Válgame Dios.
Con la dueña del lugar, Ana, se había establecido una relación más que cordial, y que derribaba la famosa frialdad entre argentinos y chilenos. Lo comprobamos con sorpresa esa misma tarde, cuando decidió invitarnos a dar un paseo en la camioneta de su hija, junto a ésta y su pequeña nieta.
El plan era, en apariencia, muy simple: ir a tomar unos mates al cercano lago Esmeralda. Si observábamos los relojes, lo cierto es que no sobraba tiempo. El sol se estaba por ausentar del firmamento, pero en fin... ¿Cómo no aceptar semejante convite?
Salimos a la calle con lo puesto y enfilamos hacia la camioneta. No recuerdo qué extraña razón hizo que fuera Doña Ana quien se sentara frente al volante, pese a confesar que no manejaba desde hacía no sé cuantos años. Válgame Dios.
Arrancamos. Al lado de la conductora se ubicaron hija y nieta, y detrás -algo apretujados-, nosotros. Luego de rodar unos kilómetros por la Carretera Austral, nos desviamos hacia la izquierda por un camino de tierra en dudoso estado. La concentrada Ana no terminaba de tomarle el pulso a la 4 x 4, mientras tenía que soportar algunas burlas que provenían desde el asiento del copiloto.
La estrecha huella devino en una sucesión de curvas, contracurvas, escarceos, lomas, pozos y badenes que eran atravesados con escasa precaución. Atrás, Gaby, Casi y yo rebotábamos de lado a lado como los japoneses de la película "Juego Sucio". Las chanzas de la criatura aumentaban y condicionaban a la piloto. "¡¡Abuela gallina, abuela gallina!!", repetía sin compasión entre salto y salto. Al ver el maltrato que sufría la pobre camioneta, su hija pasó de las burlas al reto. Divina, la escena familiar.
Estacionamos el auto a metros del lago Esmeralda y bajamos con entusiasmo a una hermosa playa de arena. Sin perder tiempo, la madre de la nena quedó en traje de baño y se zambulló con determinación en las tranquilas aguas del espejo. El resto nos quedamos en la orilla; algunos con los pies en el agua, otros sentados sobre la arena.
El atardecer parecía perfecto hasta que sobrevino la pesadilla: cientos de mosquitos comenzaron a atacarnos con inusitada furia sin respetar sexo, edad, ni tipo de sangre. Nuestras piernas desnudas eran como golosinas para estos malditos insectos. Ya no veíamos el lago, el bosque, ni nada. El objetivo era uno solo: tratar -con desprolijos manotazos- de que los bichos no nos desangraran. Misión casi imposible, voy a decir. La joven, entre tanto, chapoteaba feliz en todos los estilos y permanecía ajena a la carnicería que se desataba en tierra firme. Nosotros teníamos sólo dos opciones: ir a hacerle compañía o huir de allí cuanto antes.
Los gritos de la costa obligaron a la chica a salir finalmente del agua y, manotazo va, rascada viene, al pisar la arena la pusimos al tanto de la situación. "¿No vamos a tomar mate?", preguntó frustrada al sospechar que la excursión iba a terminar antes de lo previsto. Con pocas ganas levantó sus pertenencias y trepamos desesperados a buscar refugio en el auto. A todo esto ya había caído definitivamente noche y no se veía nada de nada.
Lejos de engañarlos, los mosquitos nos siguieron hasta la camioneta. Manoteamos las puertas pero estaban con llave. "¡¡¡Abrí, por favoooor!!!", le suplicamos a la joven sin parar de rascarnos, y al mismo tiempo espantar a las alimañas voladoras. La nena hacía rato ya que había perdido la sonrisa, y la pobre Ana sentiría la inconsolable culpa de habernos arrastrado a esta tragedia griega.
"¡No encuentro las llaves, creo que quedaron en la playa!", lanzó preocupada la chica. Fue la peor noticia que recibimos en años. Nuestra resucitada moral cayó de golpe de un rascacielos. Sabíamos que la misión de encontrar las llaves en la arena, a oscuras y torturados por los mosquitos tenía una probabilidad de éxito de un 0,01%. Comencé a imaginar cómo saldríamos de ese lugar.
"¡¡¡Acá están, acá están!!!", exclamó al hurgar detrás del portón trasero, que por suerte había quedado sin llave. Fue la mejor noticia que recibimos en años. Nos tiramos de cabeza en los asientos y, con Ana otra vez al volante, arrancamos.
Sin embargo, y muy a pesar nuestro, la pesadilla aún no había terminado. Un grupo de mosquitos logró infiltrarse en el auto y nos seguía picando. La niña no sabía ya que roncha rascarse y estalló en llanto. "¿Nadie fuma?", pregunté yo como para intentar ponerlos a raya con un poco de humo. Rápida de reflejos, la hija de Ana prendió un cigarrillo, y a medias logró que se fueran calmando.
Con las sombras de la noche, el áspero camino de acceso al lago se volvió más tortuoso. Los mosquitos, por supuesto, se la agarraron también con la conductora, quien comenzó a ponerse nerviosa y al esquivar los pozos chocaba contra la vegetación. Su hija la atormentaba con sus retos, y nosotros tres teníamos la sensación de viajar en un lavarropas.
Estacionamos el auto a metros del lago Esmeralda y bajamos con entusiasmo a una hermosa playa de arena. Sin perder tiempo, la madre de la nena quedó en traje de baño y se zambulló con determinación en las tranquilas aguas del espejo. El resto nos quedamos en la orilla; algunos con los pies en el agua, otros sentados sobre la arena.
El atardecer parecía perfecto hasta que sobrevino la pesadilla: cientos de mosquitos comenzaron a atacarnos con inusitada furia sin respetar sexo, edad, ni tipo de sangre. Nuestras piernas desnudas eran como golosinas para estos malditos insectos. Ya no veíamos el lago, el bosque, ni nada. El objetivo era uno solo: tratar -con desprolijos manotazos- de que los bichos no nos desangraran. Misión casi imposible, voy a decir. La joven, entre tanto, chapoteaba feliz en todos los estilos y permanecía ajena a la carnicería que se desataba en tierra firme. Nosotros teníamos sólo dos opciones: ir a hacerle compañía o huir de allí cuanto antes.
Los gritos de la costa obligaron a la chica a salir finalmente del agua y, manotazo va, rascada viene, al pisar la arena la pusimos al tanto de la situación. "¿No vamos a tomar mate?", preguntó frustrada al sospechar que la excursión iba a terminar antes de lo previsto. Con pocas ganas levantó sus pertenencias y trepamos desesperados a buscar refugio en el auto. A todo esto ya había caído definitivamente noche y no se veía nada de nada.
Lejos de engañarlos, los mosquitos nos siguieron hasta la camioneta. Manoteamos las puertas pero estaban con llave. "¡¡¡Abrí, por favoooor!!!", le suplicamos a la joven sin parar de rascarnos, y al mismo tiempo espantar a las alimañas voladoras. La nena hacía rato ya que había perdido la sonrisa, y la pobre Ana sentiría la inconsolable culpa de habernos arrastrado a esta tragedia griega.
"¡No encuentro las llaves, creo que quedaron en la playa!", lanzó preocupada la chica. Fue la peor noticia que recibimos en años. Nuestra resucitada moral cayó de golpe de un rascacielos. Sabíamos que la misión de encontrar las llaves en la arena, a oscuras y torturados por los mosquitos tenía una probabilidad de éxito de un 0,01%. Comencé a imaginar cómo saldríamos de ese lugar.
"¡¡¡Acá están, acá están!!!", exclamó al hurgar detrás del portón trasero, que por suerte había quedado sin llave. Fue la mejor noticia que recibimos en años. Nos tiramos de cabeza en los asientos y, con Ana otra vez al volante, arrancamos.
Sin embargo, y muy a pesar nuestro, la pesadilla aún no había terminado. Un grupo de mosquitos logró infiltrarse en el auto y nos seguía picando. La niña no sabía ya que roncha rascarse y estalló en llanto. "¿Nadie fuma?", pregunté yo como para intentar ponerlos a raya con un poco de humo. Rápida de reflejos, la hija de Ana prendió un cigarrillo, y a medias logró que se fueran calmando.
Con las sombras de la noche, el áspero camino de acceso al lago se volvió más tortuoso. Los mosquitos, por supuesto, se la agarraron también con la conductora, quien comenzó a ponerse nerviosa y al esquivar los pozos chocaba contra la vegetación. Su hija la atormentaba con sus retos, y nosotros tres teníamos la sensación de viajar en un lavarropas.
Nos asomamos nuevamente a la Carretera Austral y en minutos aterrizamos en Cochrane. La graciosa sospecha que tuve durante todo el viaje de regreso finalmente no se cumplió, pero no hubiese sido tan descabellada. Imaginé a un par de cámaras de televisión recibiéndonos en el hospedaje de Ana, y a Pachu Peña o Listorti avisándonos que acabábamos de ser víctimas de una jodita para Tinelli(1).
(1) En ese programa de televisión, famosos y gente común eran víctimas de bromas pesadas y cámaras ocultas.
(1) En ese programa de televisión, famosos y gente común eran víctimas de bromas pesadas y cámaras ocultas.
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