Lo que mata es la humedad
Febrero
de 2006. El trekking a través de la Reserva Nacional Cerro Castillo, en la XI Región de
Chile, nos iba a dejar un gusto amargo en la boca a causa del mal tiempo. De todas formas, sirvió para conocer un lugar maravilloso, y al que seguramente vamos a volver en busca de revancha.
Salimos
tarde, hay que decirlo. A ningún montañista sensato se le ocurriría comenzar a
caminar a la hora del té. Pero bueno... dependíamos de un bus que nos recogió
por Villa Cerro Castillo recién a las 4, queríamos ganar un día... Qué sé yo.
Igual no fue lo peor.
Nos lanzamos del micro en un paraje de la Carretera Austral denominado Las Horquetas Grandes, a unos 40 kilómetros de la villa y a 60 de Coyhaique. Era desde allí donde convenía empezar el trekking según la encargada de la oficina de Turismo. Es que, en cuanto a altitudes, en promedio, iríamos de "mayor a menor". Y ojo, tenía razón.
Arrancamos con rumbo oeste por un camino de tierra que bordeaba algunos terrenos privados. Eran cerca de las 5 y comenzó a lloviznar. Nuestro plan era alcanzar el campamento "Río Turbio", ubicado a unas 5 horas de la ruta. O sea, es fácil la cuenta: 5 más 5 es igual a 10. Bonita hora para llegar... ¡si es que llegábamos!
El camino era muy sencillo pero el barro y los arroyos comenzaban a trabar la cuestión(1). Y se sabe que la impaciencia es mala consejera: al enésimo arroyo intenté improvisar un puente con troncos y terminé con media humanidad en el agua. Cambio de ropa y de humor.
Nos lanzamos del micro en un paraje de la Carretera Austral denominado Las Horquetas Grandes, a unos 40 kilómetros de la villa y a 60 de Coyhaique. Era desde allí donde convenía empezar el trekking según la encargada de la oficina de Turismo. Es que, en cuanto a altitudes, en promedio, iríamos de "mayor a menor". Y ojo, tenía razón.
Arrancamos con rumbo oeste por un camino de tierra que bordeaba algunos terrenos privados. Eran cerca de las 5 y comenzó a lloviznar. Nuestro plan era alcanzar el campamento "Río Turbio", ubicado a unas 5 horas de la ruta. O sea, es fácil la cuenta: 5 más 5 es igual a 10. Bonita hora para llegar... ¡si es que llegábamos!
El camino era muy sencillo pero el barro y los arroyos comenzaban a trabar la cuestión(1). Y se sabe que la impaciencia es mala consejera: al enésimo arroyo intenté improvisar un puente con troncos y terminé con media humanidad en el agua. Cambio de ropa y de humor.
Como
era de esperar, caímos en las garras de la temida oscuridad. El sentido común
nos sugería en voz alta que debíamos buscar algún sitio plano en el bosque para
armar las carpas, ya que imposible era determinar si lo que faltaba hasta Río
Turbio eran 5 minutos o 2 horas.
Plantamos bandera al costado del camino. En aquel yuyal no había una gota de agua, lo que echó por tierra nuestra ilusión de irnos a dormir con algo caliente en la barriga. Todo estaba húmedo y la leña no prendía ni aunque la tocara un rayo. Con poco ánimo desempolvamos dos o tres fetas de fiambre y sacamos pecho para aguantar la noche.
Plantamos bandera al costado del camino. En aquel yuyal no había una gota de agua, lo que echó por tierra nuestra ilusión de irnos a dormir con algo caliente en la barriga. Todo estaba húmedo y la leña no prendía ni aunque la tocara un rayo. Con poco ánimo desempolvamos dos o tres fetas de fiambre y sacamos pecho para aguantar la noche.
El
cielo amaneció otra vez encapotado. Con resignación postergamos el desayuno
para el camino, ya que no teníamos agua ni para empujar una aspirina.
A
poco de arrancar, un cartel de madera nos daba la bienvenida a la Reserva
Nacional Cerro Castillo, que incluye a todo el macizo y su entorno. Salimos del
bosque y desembocamos en un enorme playón de piedras por donde corría el río
Turbio. Otro cartel reproducía con un dibujo explicativo el perfil de montañas
y glaciares que, a causa del mal clima, no podíamos apreciar. Volvimos a entrar
al bosque y encontramos el campamento al que debíamos haber llegado la noche
anterior. Aquel oscuro y frío lugar sólo estaba habitado por una suiza, y era
el primer ser humano que veíamos haciendo lo mismo que nosotros.
Con lluvia ya declarada comenzamos a trepar en busca del paso Peñón, lugar en el que sabíamos que habría nieve y sobre el cual la encargada de Turismo no arriesgó ninguna recomendación. No sé si por muy fácil o muy peligroso.
Con la altura, el bosque transmutó en monte achaparrado, y éste en piedra pelada... y mojada. Lentamente fuimos entrando en las nubes siguiendo las pircas y alguna que otra marca de pintura. Tratábamos de no separarnos porque no se veía a 10 metros y no era nada difícil chingarle a la ruta.
La pendiente disminuyó y entramos al primer manchón de nieve. Gaby venía detrás mío y cada vez que me daba vuelta la sorprendía aterrizando de culo y repartiendo maldiciones. Casi a la par nuestra venía la suiza, hasta que puso la quinta marcha y se la tragó el tenebroso velo blanco.
Esa gran canaleta de nieve caía ahora hacia el otro lado. Pensamos en el paisaje que nos estábamos perdiendo y nos invadió una gran frustración. La lluvia ya era aguanieve y el frío que se sentía en el cuerpo competía con el que se filtraba por los pies. Mi termómetro marcaba 2 grados, casi insultante para una tardecita de Febrero.
El descenso resultó ser aún más empinado. El inquietante efecto de la niebla sobre los cambios de pendiente nos hacía fantasear que a los pocos pasos nos esperaba el abismo. Algunos piedrones se movían peligrosamente al pisarlos y no era lejana la posibilidad de ensayar flor de rodada, con consecuencias que mejor no imaginar.
El pedrero se volvió más suave y las pircas nos llevaron hasta la reanudación del bosque. Con tanta agua caída, los arroyos bajaban desbocados y los troncos y piedras para cruzarlos eran un jabón.
A eso de las 6 llegamos al campamento "Estero del Bosque". Las escasas energías apenas alcanzaron para armar las carpas y meternos en las bolsas para recuperar calor. Comimos algo y decidimos no asomar un pelo hasta el día siguiente...
Con lluvia ya declarada comenzamos a trepar en busca del paso Peñón, lugar en el que sabíamos que habría nieve y sobre el cual la encargada de Turismo no arriesgó ninguna recomendación. No sé si por muy fácil o muy peligroso.
Con la altura, el bosque transmutó en monte achaparrado, y éste en piedra pelada... y mojada. Lentamente fuimos entrando en las nubes siguiendo las pircas y alguna que otra marca de pintura. Tratábamos de no separarnos porque no se veía a 10 metros y no era nada difícil chingarle a la ruta.
La pendiente disminuyó y entramos al primer manchón de nieve. Gaby venía detrás mío y cada vez que me daba vuelta la sorprendía aterrizando de culo y repartiendo maldiciones. Casi a la par nuestra venía la suiza, hasta que puso la quinta marcha y se la tragó el tenebroso velo blanco.
Esa gran canaleta de nieve caía ahora hacia el otro lado. Pensamos en el paisaje que nos estábamos perdiendo y nos invadió una gran frustración. La lluvia ya era aguanieve y el frío que se sentía en el cuerpo competía con el que se filtraba por los pies. Mi termómetro marcaba 2 grados, casi insultante para una tardecita de Febrero.
El descenso resultó ser aún más empinado. El inquietante efecto de la niebla sobre los cambios de pendiente nos hacía fantasear que a los pocos pasos nos esperaba el abismo. Algunos piedrones se movían peligrosamente al pisarlos y no era lejana la posibilidad de ensayar flor de rodada, con consecuencias que mejor no imaginar.
El pedrero se volvió más suave y las pircas nos llevaron hasta la reanudación del bosque. Con tanta agua caída, los arroyos bajaban desbocados y los troncos y piedras para cruzarlos eran un jabón.
A eso de las 6 llegamos al campamento "Estero del Bosque". Las escasas energías apenas alcanzaron para armar las carpas y meternos en las bolsas para recuperar calor. Comimos algo y decidimos no asomar un pelo hasta el día siguiente...
...Y
al día siguiente fue más de lo mismo, lo que obligó a acovacharnos 24 horas
más en ese gélido lugar. Lluvia a la mañana, lluvia al mediodía y lluvia por
la tarde. El bosque transpiraba agua; para donde mirásemos bajaba agua.
Nuestras carpas quedaron virtualmente en una isla. La humedad se palpaba con
las manos. Todo estaba mojado: cámaras de fotos, mochilas, ropa... Lo único
seco era lo puesto. El frío nos paralizaba. Salir de la carpa significaba toda
una decisión y reflexionábamos largo rato sobre si realmente era necesario
hacerlo. La suiza también acampaba allí con nosotros, y durante ese día y medio
de estadía desfilaron por aquel reducto sólo 5 chilenos y una pareja de israelíes.
No éramos los únicos locos.
Cual milagro de la naturaleza, el sol al fin decidió mostrar su rostro en la
Reserva Nacional Cerro Castillo. Algo incrédulos recibimos con placer los
primeros rayos mañaneros y, aún entumecidos por el frío, escapamos de allí en
busca de mejores -e insospechados- horizontes.
Seguimos un buen trecho por un bosque ascendente hasta llegar nuevamente al límite de la vegetación. A mano derecha se alzaban unos enormes paredones de roca desde donde colgaban hermosos glaciares. Una segunda trepadita nos dejó frente a la laguna Castillo, ubicada en una depresión y cerrada hacia el norte por otro gigantesco paredón. Sobre él se veían las afiladas agujas del Castillo, que precisamente lleva ese nombre por su silueta de fortaleza medieval.
Nos alejamos de la laguna y continuamos ganando altura en busca de una especie de hombro que se forma sobre el perfil oeste del cerro. Según las cartas topográficas, este nuevo paso figuraba más alto que el Peñón y naturalmente volvimos a encontrar nieve.
Desde arriba se veía parte de la Carretera Austral, el lago General Carrera, el río Ibáñez... Todo muy apasionante, pero había que bajar...
La pendiente se lanzaba en picada hacia el valle del arroyo Parada, profundo tajo orientado de norte a sur, es decir perpendicular a nuestra ruta. Todo el material estaba suelto y la técnica consistía en apoyar el pie y dejarnos deslizar hasta que el mismo suelo nos frenara.
Las pircas nos fueron llevando hacia el norte, hasta que desaparecieron frente a un monte de lengas impenetrable. Gaby venía muy atrás y cada tanto debíamos esperarla para no terminar perdidos nosotros y perdida ella por su cuenta.
Retrocedimos hasta donde se había originado la confusión y apostamos a seguir el empinado curso de un hilo de agua que se encajonaba más abajo en el bosque. En algún punto debíamos empalmar una supuesta senda que se desplazaba paralela al arroyo Parada. Por las buenas -o "por las malas", je- la pensábamos encontrar.
Otra vez nos amenazaban las sombras. No había forma de que Gaby se moviera más rápido, situación que hacía peligrar nuestra llegada a algún lugar seguro para pasar la noche. "No tengo más piernas", nos gritaba cada vez que podíamos tenerla a tiro. La cosa ya olía a tragedia. Con Leandro descubrimos un hueco en el bosque donde apenas entraba una carpa. E inclinada. No había opción. Era eso o contemplar las estrellas acurrucados sobre las piedras, envueltos con sobretechos y mantas.
Seguimos un buen trecho por un bosque ascendente hasta llegar nuevamente al límite de la vegetación. A mano derecha se alzaban unos enormes paredones de roca desde donde colgaban hermosos glaciares. Una segunda trepadita nos dejó frente a la laguna Castillo, ubicada en una depresión y cerrada hacia el norte por otro gigantesco paredón. Sobre él se veían las afiladas agujas del Castillo, que precisamente lleva ese nombre por su silueta de fortaleza medieval.
Nos alejamos de la laguna y continuamos ganando altura en busca de una especie de hombro que se forma sobre el perfil oeste del cerro. Según las cartas topográficas, este nuevo paso figuraba más alto que el Peñón y naturalmente volvimos a encontrar nieve.
Desde arriba se veía parte de la Carretera Austral, el lago General Carrera, el río Ibáñez... Todo muy apasionante, pero había que bajar...
La pendiente se lanzaba en picada hacia el valle del arroyo Parada, profundo tajo orientado de norte a sur, es decir perpendicular a nuestra ruta. Todo el material estaba suelto y la técnica consistía en apoyar el pie y dejarnos deslizar hasta que el mismo suelo nos frenara.
Las pircas nos fueron llevando hacia el norte, hasta que desaparecieron frente a un monte de lengas impenetrable. Gaby venía muy atrás y cada tanto debíamos esperarla para no terminar perdidos nosotros y perdida ella por su cuenta.
Retrocedimos hasta donde se había originado la confusión y apostamos a seguir el empinado curso de un hilo de agua que se encajonaba más abajo en el bosque. En algún punto debíamos empalmar una supuesta senda que se desplazaba paralela al arroyo Parada. Por las buenas -o "por las malas", je- la pensábamos encontrar.
Otra vez nos amenazaban las sombras. No había forma de que Gaby se moviera más rápido, situación que hacía peligrar nuestra llegada a algún lugar seguro para pasar la noche. "No tengo más piernas", nos gritaba cada vez que podíamos tenerla a tiro. La cosa ya olía a tragedia. Con Leandro descubrimos un hueco en el bosque donde apenas entraba una carpa. E inclinada. No había opción. Era eso o contemplar las estrellas acurrucados sobre las piedras, envueltos con sobretechos y mantas.
Bien
temprano continuamos bajando por el accidentado cauce del arroyo hasta
encontrar la famosa senda. Ésta provenía del campamento
"Neocelandés", sitio al que debimos renunciar a causa del día perdido
por lluvia. Caímos a mano izquierda y seguimos perdiendo altura, esta vez sobre
terreno más suave.
La huella abandonó los límites de la reserva y se entreveró en un par de estancias. El sol apretaba y una pampa interminable estiraba nuestra llegada a la villa.
Nos arrimamos finalmente a la Carretera Austral y le apuntamos al pueblo, que estaba ahí nomás, al otro lado del asfalto. Nuestra debacle física y mental nos hizo cruzar la ruta sin ganas ya de mirar para ningún lado. Hubiese sido una cruel ironía del destino si después de sobrevivir al cerro Castillo sucumbíamos bajo las ruedas de un auto.
(1) Además, el bosque estaba infestado de gatas peludas (cuncunas, en Chile), lo que nos provocaba la paranoia de no querer tocar, apoyar, ni sentarnos en ningún lado.
La huella abandonó los límites de la reserva y se entreveró en un par de estancias. El sol apretaba y una pampa interminable estiraba nuestra llegada a la villa.
Nos arrimamos finalmente a la Carretera Austral y le apuntamos al pueblo, que estaba ahí nomás, al otro lado del asfalto. Nuestra debacle física y mental nos hizo cruzar la ruta sin ganas ya de mirar para ningún lado. Hubiese sido una cruel ironía del destino si después de sobrevivir al cerro Castillo sucumbíamos bajo las ruedas de un auto.
(1) Además, el bosque estaba infestado de gatas peludas (cuncunas, en Chile), lo que nos provocaba la paranoia de no querer tocar, apoyar, ni sentarnos en ningún lado.
Comentarios
Me gustó mucho tu relato, me veía ahí caminando bajo la lluvia, jejeje... las fotos tb buenísimas, te felicito¡¡
Tienes por casualidad algún mapa q te entregaran en la administración?? o algo así?? me gustaría mucho ir y estoy buscando toda la info que pueda, me gusta organizar lo mejor q pueda mis viajes ya q por lo general son en zonas con escasa info =) eso parece q tenemos en común, jeje...
Bueno muchas felicitaciones por tus viajes¡¡¡
te dejo mi mail es cotejara.ecoturismo@gmail.com
Salu2, Cote
Si entrás a este link (http://obsesionpatagonica.blogspot.com/2010/03/cerro-castillo-la-leyenda-continua.html) vas a encontrar el relato de nuestro paso por la Reserva en Febrero de este mismo año. Tal vez también te pueda servir.
Saludos.