El día que vivimos en peligro

Cuando regreso de algún viaje, la curiosidad de mis amigos y conocidos casi siempre hace foco en los eventuales riesgos de incursionar por la montaña. Y los hay; desde caer a un arroyo helado y sufrir un ataque de hipotermia, hasta lesionarse seriamente en algún lugar ubicado a 3 o 4 días de la civilización. Aunque debo confesar algo: paradójicamente la situación de mayor peligro no la viví en la montaña sino en el mar.


En todo viaje siempre quedan cuentas pendientes. Siempre. Culpa de la lluvia, del tiempo físico, del dinero, y de unas cuántas cosas más. Y el glaciar chileno Jorge Montt, que desciende al mar desde el Hielo Continental Patagónico Sur, era una de ellas. Es que no se habían dado las condiciones para conocerlo durante mi primera visita a Caleta Tortel, en Febrero de 1999. Cinco veranos más tarde parecía que sí.
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La cita era bien temprano en el puerto de Tortel, y la razón del madrugón era simple: el glaciar Jorge Montt se encontraba a 5 largas horas de navegación, solamente de ida. Allí, junto a mis amigos Gabriela y Casi nos encontramos con el resto de los excursionistas, unos 1o u 11, contados así al voleo. Pero sus caras no eran de dicha, sino más bien de preocupación: el clima estaba medio fulero -mirándolo con un solo ojo- y algunos de ellos se resistían a embarcar.
Rápido de reflejos, el ayudante del capitán se arrimó hasta la Capitanía de Puerto para buscar algún dato tranquilizador. "No hay problema, nos autorizan a salir", lanzó con fingido entusiasmo para evitar la desbandada. No hubo caso; ese puñado de temerosos no estaba dispuesto a subir a la lancha ni a punta de pistola. Cuatro menos. El resto de los valientes -o suicidas- nos dirigimos no muy convencidos hacia el embarcadero.
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Zarpamos... La vieja lancha de madera arrancó con claro rumbo sur, y a bordo el clima era distendido. Además de nosotros tres, el pasaje estaba compuesto por un matrimonio de mediana edad con una nena de unos 12 años, otra pareja más joven, y una dupla de mujeres cincuentonas, bastante joviales y charlatanas. El único "camarote" era un precario cuchitril de 2 por 2 con bancos de madera, y estaba comunicado con la sala de comandos por un angosto pasadizo.
Las primeras 2 horas de navegación transcurrieron a través de canales relativamente calmos; la cosa se puso peliaguda al asomar la proa al Baker, un brazo de mar lo bastante ancho como para permitir que las olas y el viento se abusaran del pobre barquito. Y no recreaban precisamente la famosa y simpática canción de Donald. Hacía un frío insoportable, ya a estas alturas llovía, y era imposible moverse del camarote. Refugiados albaneses nos sentíamos.
El cruce del Baker se hacía eterno. Toda la ropa de abrigo más unas mantas de lana que habían por allí no daban abasto para amortiguar tanto frío. El encierro nos mareaba, y cada tanto debíamos abrir la pesada escotilla de madera para que ingresara aire fresco. No demasiado porque venía acompañado de agua. Dulce y salada.
La moral a bordo descendía con la temperatura. El capitán timoneaba concentrado y su acompañante cada tanto nos dedicaba una extraña sonrisa. La integrante del matrimonio más joven hizo un anuncio que provocó gracia y a la vez compasión: "tengo ganas de hacer pis, no aguanto más". La inquietud llegó a oídos del copiloto, quien sin perder su indescifrable sonrisa dijo lo que la chica no quería escuchar: el "baño" era la cubierta. Un dato casi pintoresco, si no fuera porque la cubierta carecía de barandas, tenía sólo 30 centímetros de ancho y se sacudía como un toro salvaje. Resignada corrió la escotilla y partió rumbo a lo desconocido. Por 5 interminables minutos nadie supo si continuaríamos viaje con uno menos. Al rato volvió congelada pero a salvo. Yo creo que después de un parto, la experiencia de orinar colgada de un barco en plena tormenta va a ser lo segundo que recuerde esa chica como ejemplo de sufrimiento en su vida.
Y es evidente que las mujeres nacieron para sufrir, porque al ratito le agarraron ganas de hacer pis a Gaby. Tomó un par de tips y consejos prácticos de su antecesora y partió tambaleante a hacer su descarga al Baker.
Con Gaby nuevamente entre nosotros, dejamos el ancho canal y nos acovachamos en el fiordo Calén, algo más angosto y, por suerte, más reparado. En realidad era una felicidad a medias, sabiendo que de regreso lo deberíamos volver a cruzar. E interiormente sospechaba que iba a ser peor.
Al final de este fiordo se veía al glaciar Montt y su suave entrada hacia el Hielo Continental. Nos acercamos lo que los témpanos permitieron y trepamos a uno de ellos para sacar fotos y hacer el brindis de rigor. El siniestro manto de nubes se desgajó para iluminar tímidamente el glaciar y se volvió a cerrar como advirtiendo "muchachos, prepárense para lo peor". En una mochila llevábamos la viandita para el almuerzo, pero de mi parte no pensaba hincarle un solo diente; mi poca experiencia náutica me alcanzaba para suponer que, en medio del Baker, hasta con el sanguchito más piojoso mi estómago se daría vuelta como una media.
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Iniciamos la retirada. El ancho brazo de mar nos recibió más embravecido que antes, y el temporal nos castigaba ahora de medio perfil. El rolido dejaba a ambas bandas casi adentro del agua, y cada furioso golpe de las olas sobre esas maderas viejas nos hacía pensar en lo peor. El barquito no avanzaba... ¡y encima se había roto el timón! El capitán corrió desesperado a popa para tratar de mantener el rumbo "a mano", mientras su ayudante quedaba en proa con la misión de chiflarle si aparecía algo para esquivar. Y siempre con esa misma inquietante sonrisa que mantuvo durante todo el viaje. Mi fantasía ya veía en él a un enviado del Diablo que nos estaba haciendo pagar por nuestros pecados en la Tierra. Las costas estaban a kilómetros, o sea que ante un eventual naufragio o vuelco nos esperaba la muerte segura por hipotermia. Eso sí, cada uno con su chaleco salvavidas para que flotasen los cadáveres. Mareado y todo celebré no haber probado bocado de aquella viandita. La que no celebró fue la niña, quien también sintió necesidad de hacer varias descargas en el Baker, pero lanzando otras cosas y por otro lado.
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La entrada a canal seguro significó literalmente nuestro regreso al mundo de los vivos. Estaba escrito que ese día no nos necesitaban "arriba". La tarde caía y los resucitados ánimos apenas podían dominar el cansancio. Bien hubiese venido una nave extraterrestre que nos arrancara del agua y nos transportara volando a nuestro destino. Aun quedaban un par de horas largas hasta Tortel, aunque, después de atravesar esa oscura y siniestra coctelera, aquello ya era como pasear un domingo soleado por el Delta.

Comentarios

Unknown dijo…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo…
Excelente relato!!!! Me hiciste cagar de frío y debo tener los pies mojados después de leer la historia. Con lo mal que me pone la navegación, ya sé qué glaciar no conoceré esta temporada.
Abrazo!
Anónimo dijo…
Hola Diego! No te achiques; es un excelente paseo para hacer un día soleado y en una nave un "poquito" más estable. Supongo que en Tortel ya la debe haber. Bah, eso quiero suponer...
Un abrazo. Armando
Anónimo dijo…
Mmmmmmm no se no lo conozco a Diego pero coincido.....digo ..,estos comentarios no son pa atemorizar a futuros viajantes (A)....jaja abrazote y muy buenas fotos!Gaby(rita..apodo-de viaje)
daniel M.C. dijo…
Excelente relato!!! No me imagino, con mi valentía, navegando por esos lares y con mares embravecidos. Felicitaciones
Gracias Dani! Quien te dice, por ahí en algún momento nos toca navegar juntos esos mares.
Abrazo!

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