Anécdotas y más anécdotas (3ra. parte)

Tercera entrega de esta serie de anécdotas patagónicas iniciada aquí y continuada aquí. Y creo que por ahora es la última.
 
PRUEBA DE FUEGO
Vacacionar con gente que apenas se conoce es un riesgo. Por eso, cuando Gaby, Analía, Claudia, Beni, Casi y yo armamos aquel grupo para ir al volcán Lanín, decidimos realizar una salida de campamento previa para ir testeando los efectos de la convivencia. No disponíamos de mucho tiempo en todo sentido: se venía la fecha del viaje y apenas podíamos escaparnos un fin de semana. El sitio elegido fue Chascomús.
Llegamos a última hora de la tarde y encaramos hacia un camping ubicado frente a la laguna. Armamos las dos carpas entre la arboleda pero al ratito vino la lluvia. Y fuerte. Sin desesperarnos, llevamos las tiendas tal como estaban hasta un enorme quincho abierto. Cambiamos el mullido pasto por piso de ladrillo, pero al menos le habíamos ganado la pulseada a la lluvia.
No recuerdo qué cenamos o si llegamos a hacerlo, lo cierto es que un micro escolar se detuvo frente al quincho y descendió un ejército de gente. Adultos y niños. Eran umbandas.
Sin preocuparse en absoluto por nuestra presencia, en menos de un minuto nos coparon el lugar. Los hombres se enfrascaron en la preparación del asado y las mujeres en la de las ensaladas. Asustaba verlos trabajar. Cada individuo tenía un rol, parecían obreros en una línea de montaje. Alguien bajó del colectivo un radiograbador gigante y comenzó a sonar la cumbia. Al mango.
Nuestras carpas quedaron rodeadas y no teníamos lugar para movernos. Sin más nada que hacer, nos metimos en las bolsas para intentar dormir un poco y evadirnos de esa pesadilla. No fue una empresa fácil: la música tropical nos taladraba los sesos y en la carpa de las chicas comenzó a formarse una laguna. Nunca mejor aplicada la expresión “sobre llovido, mojado”.
Tras una noche en vela, el amanecer trajo más de lo mismo: incomodidad, cumbia y unos extraños rituales que no estábamos interesados en compartir ni presenciar. Afuera ya no llovía, o sea que era un buen momento para levantar todo y huir. Ya habría tiempo durante el viaje de regreso para hacer el balance de este accidentado experimento de convivencia.

San Carlos de Bariloche, escenario
de innumerables anécdotas.
LA PREGUNTA INDISCRETA
Los viajes no siempre salen como los planeamos y aquella lejana aventura en el Lanín fue una prueba de ello. Los motivos no vienen al caso, lo cierto es que el grupo terminó dividido(1) -no peleado, aclaro- y cada cual se dedicó a realizar actividades por su cuenta en la zona de Bariloche. Algunos salíamos por un par de días a la montaña, otros de excursión, pero siempre volvíamos a la ciudad y al mismo hotel, ya que estaba en el centro y nos resultaba económico. La mayoría de las veces coincidíamos, y lo más gracioso es que también se nos acoplaban algunos personajes que íbamos recolectando por el camino. Argentinos y algún que otro extranjero. Éramos una banda.
No hace falta aclarar que ese hotel era un quilombo. No porque allí hubiera chicas “trabajando”, je, sino por los cambios, mudanzas y agregados que realizábamos en las habitaciones noche tras noche de acuerdo a sexos y afinidades. Y todo a espaldas del dueño, un hombre mayor de acento centroeuropeo que, con el correr de los días, comenzó a mirarnos con desconfianza. “¿Cómo durmieron, hoy?”, nos preguntaba cada mañana y no por cortesía. Ese “cómo” se refería claramente a nuestra distribución en las habitaciones. Es decir, el veterano quería saber si tenía que facturarnos single, doble, triple o lo que fuera.
La preguntita de rigor nos parecía cómica por lo ambigua, y una mañana decidimos tomarla socarronamente al pie de la letra. Después del desayuno encaramos hacia la recepción y esperamos a que nuestro amigo nos abordara. Y no falló. “¿Cómo durmieron, hoy?”, lanzó con impostada amabilidad. Sin titubear y conteniendo la risa le respondimos enérgicamente: “¡dormimos bien, muy amable, gracias!”. Y salimos rápido a la calle dejándolo descolocado y sin palabras.
 
HOMBRE PREVENIDO... PUEDE EXPLOTAR
Uno de los inconvenientes que podíamos tener con mi amigo Andrés a lo largo de la mítica ruta 40 santacruceña, era la escasez de surtidores de combustible. Se decía que había expendio en Tres Lagos, en Bajo Caracoles, en Lago Posadas... Pero, ¿habría?
Para cortar de cuajo esta incertidumbre, y como aconsejan los libros, decidimos llevar unos cuantos bidones de reserva. Pero no los que están fabricados para transportar nafta sino los de dispenser de agua. Grave error.
La cosa es que ya durante los primeros kilómetros comenzamos a percibir el olor a combustible que provenía del baúl. No le dimos demasiada importancia. Suponíamos que era el precio a pagar por desplazarnos por esas solitarias rutas patagónicas con cierta tranquilidad y autonomía. Precio un tanto caro cuando advertimos que algunos alimentos que viajaban en aquel sector del auto empezaban a mostrar un ligero sabor a este derivado del petróleo.
Con el correr de los días aprendimos a convivir con este fenómeno e hicimos de cuenta que habíamos comprado fiambres, quesos y galletitas con un sabor nuevo: a nafta. Aclaro que el consumo de estas sustancias no nos provocaba ningún “efecto secundario”. Digo, por si alguno quiere repetir esta experiencia en busca de sensaciones nuevas.
Entrando al Parque Perito Moreno el vaho se volvió insostenible y al abrir el baúl nos encontramos con el peor escenario: la nafta había corroído algunos bidones y yacía derramada por todos lados. Si hasta aquí la comida tenía sólo el olor, ahora ya estaba condimentada cual gigantesca ensalada. Mandamos al tanque lo que quedaba en los recipientes sanos y tiramos a la basura todo lo que se había echado a perder. Bidones y comida.
No tardamos en ser conscientes de que estuvimos cerca de morir envenenados... pero también de ir presos. Es que las autoridades locales nunca llegaron a saber que durante esos días había un coche bomba paseándose tranquilamente por la estepa patagónica.
 
Lago San Martín, provincia de Santa Cruz.
LA PUERTA NO SE CERRÓ DETRÁS DE TI
De este último viaje sobran las anécdotas, como la que nos ocurrió en la estancia La Maipú, también en el oeste de la provincia de Santa Cruz.
El camino que se dirigía hacia este hermoso lugar ubicado a orillas del lago San Martín no lucía en muy buen estado que digamos. El tramo entre Piedrabuena y Tres Lagos lo habíamos realizado a un promedio de 60/70 kilómetros por hora y aquí hubo que reducirlo a la mitad. Pero no era la aspereza del ripio lo único que frenaba nuestro andar. La ruta 31 atravesaba otros establecimientos rurales y había que detenerse para abrir y cerrar sus tranqueras. Religiosamente. Esto representaba una inesperada molestia para nosotros, claro, pero no para los estancieros, que de esa manera evitaban una fuga en masa de animales.
Las tranqueras estaban aseguradas mediante un sistema hecho en base a torniquetes de palos y alambres. La operación exigía maña, destreza y paciencia, sobre todo cuando la realizábamos en medio de vientos huracanados. O sea, siempre. También exigía cuidado: un movimiento en falso significaba llevarse un profundo rayón en la mano o dejar un par de deditos de recuerdo.
Ya instalados en La Maipú, salimos una mañana hacia su vecina El Cóndor. Este nuevo trayecto tampoco estaba exento de “obstáculos” y, como regresaríamos por el mismo camino, decidimos dejar una de las tranqueras abierta. El pésimo clima, además, no invitaba a bajarse a cada rato del auto y no se veía un animal en kilómetros a la redonda.
Por la tarde y ya de vuelta en nuestra estancia, una de las dueñas nos encaró con el rostro serio. “¿Ustedes dejaron una tranquera abierta, esta mañana?”, nos preguntó. Tragamos. O tenían cámaras por todos lados o nos espiaron con largavistas, pensamos intrigados. “Bueno... sí... es que el viento... la lluvia... volvíamos enseguida... ¿Por?”, respondimos balbuceantes. “Se escaparon tres caballos”, nos avisó con tono de directora de escuela que está frente a dos alumnos revoltosos.
Pedimos las disculpas correspondientes, mientras por dentro lamentábamos nuestra extraña mala suerte. Evidentemente, la implacable Ley de Murphy regía también en las soledades patagónicas(2).
 
Paraje de Río Puelo, con el
volcán Yate de fondo.
MÁS VALE PÁJARO EN MANO
Ya dije que después de una extensa travesía en la montaña, hay sólo dos cosas que rondan con fuerza en la cabeza de un mochilero: el deseo de dormir en una cama y el de comer algo que no sean fideos, arroz o polenta. En pos de este segundo objetivo estábamos en el paraje chileno de Río Puelo, apenas llegados de aquel largo peregrinaje comenzado seis días atrás en Argentina (ver la primera parte).
Teníamos un dato: en Puelo Alto, a unos 3 kilómetros de donde nos alojábamos, esa noche se celebraba una fiesta costumbrista. Imaginamos que, entre otras cosas, habría buena gastronomía. Y hacia allí fuimos.
Llegamos temprano y enfilamos directo hacia un enorme galpón que tenía toda la pinta de ser la futura pista de baile. Pero a nosotros no nos interesaba bailar, je. “La fiesta empieza a las nueve, po. Ahora está cerrado”, nos aclaró tajante un lugareño. Serían las ocho y el hambre no podía esperar.
Rodeamos el galpón hasta dar con lo que parecía ser la puerta trasera de la cocina. Alguien de nosotros la abrió sin permiso y fue repelido con la misma explicación del lugareño de antes. Adentro estaban haciendo empanadas. “Miren, nosotros no venimos a la fiesta. Solamente queremos comer algo”, nos sinceramos. Un sujeto con pinta de cocinero se asomó y nos miró a uno por uno: seis lobos hambrientos, habrá contado. “¿Cuántas empanadas de carne van a querer?”, preguntó. “Por lo menos 6 cada uno. Tres docenas mínimo”, le contestamos. “Y dos latitas de cerveza per cápita...”, agregamos (una buena birrita es otra de las cosas que se echa de menos en la montaña, jeje). El hombre no necesitaba calculadora para saber que nuestro pedido no era para despreciar, aunque fuese hecho fuera del horario “oficial”.
Mientras el pueblo entero preparaba sus mejores galas para la fiesta, nosotros nos dábamos una panzada de empanadas y cerveza, escondidos detrás del galpón. Y qué empanadas.
 
Ushuaia, la ciudad más austral del mundo.
EL ÚLTIMO AVENTURERO
A Gaby, Casi y yo nos quedaban pocas horas en Ushuaia y habíamos aprovechado esa tarde para acercarnos hasta el glaciar Le Martial. La idea fue ganar un poco de altura y conseguir mejores vistas de la ciudad, la bahía y la inmensidad del canal de Beagle. Mientras regresábamos, se nos acercó un hombre que vivía en una casucha ubicada al costado del camino. El extraño personaje se presentó como un viejo buscador de oro.
La historia no nos pareció del todo descabellada. A fines del siglo 19, la isla de Tierra del Fuego estuvo plagada de estos busca fortunas. El más conocido fue Julius Popper, un excéntrico ingeniero rumano que en su época de gloria supo tener un ejército propio e hizo acuñar monedas de oro con su imagen.
En medio de la insólita charla, el hombre fue hasta su casa y volvió con una cajita en la mano. Adentro había unas 7 u 8 piedras pequeñas. “Acá tienen oro”, reveló mirándonos de a uno por vez como esperando alguna reacción de sorpresa. Observándolas detenidamente, las piezas mostraban fragmentos de un material dorado que destellaba al hacerlas girar. No le dimos la razón, pero tampoco nos animábamos a contrariarlo. “Llévense una cada uno. Se las regalo”, nos dijo a modo ya de despedida. Las aceptamos y seguimos viaje.
Hasta el día de hoy conservo esa piedra pero nunca la hice analizar. Y no por pereza. Nunca quise romper la ilusión de poseer un trozo de oro fueguino, entregado de corazón por un humilde aventurero(3).
 
LLAMEN A LOS BOMBEROS
La mayoría de mis amigos saben de mi debilidad por lo picante. Aji chileno, chile, wasabi y otros menjunjes desfilan por mi paladar sin provocarme una lágrima. Pero como reza el famoso dicho: “a cada chancho le llega su San Martín”.
El episodio ocurrió en la casa de los Herrera, una humilde familia que vivía en el paraje salteño de San Juan, a pocos kilómetros de Iruya. Estábamos cenando tranquilamente una exquisita carbonada hasta que al hijo del matrimonio se le ocurrió hacernos probar el locoto, un ají en miniatura de color rojo furioso y con fama de intratable. La directiva era simple y precisa: cortar el fruto en pedacitos muy pequeños y arrojarlos dentro del plato para que fuera tomando sabor.
El condimento era potente, para qué les voy a mentir. A los tres nos salía fuego por la boca. Lo que no advirtió Herrera hijo es que había que manipularlo con guantes. Es que donde toca quema. Y no exagero. En un instante fatídico se me ocurrió llevarme las manos a la cara y los restos de locoto hicieron su trabajo devastador sobre mi ojo derecho y alrededores. Estuve unos 20 minutos sin poder abrirlo. De nada sirvió el medio litro de agua que me arrojé encima para aliviar el ardor. Sentí como si me hubieran rociado con gas lacrimógeno.
Atacados por la risa, a Gaby y a Leandro les costaba creer que ese condimento fuera capaz de poner en duda mi reputación de paladar indomable. Aunque más que condimento, aquello podía considerarse como una verdadera arma mortal.
 
 
1) Aquí nada tuvieron que ver los umbandas.
2) Esa misma tarde agarraron a los caballos, lo que nos eximió de un gran cargo de conciencia.
3) Estimo que también podría tratarse de pirita, el llamado “oro de los tontos”.

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