Camino a la fama
Mi lejana
visita a la ciudad santacruceña de Puerto Deseado no obedecía a ningún deseo de
aventuras, sino más bien a una cuestión de índole familiar. Quería conocer el lugar
que 50 años atrás les había dado trabajo a mi abuelo materno y a sus tres hijos
varones. También me interesaba hacer un poco de turismo por sus alrededores y tomar
contacto con aquellos viejos amigos que aun quedaban. Emotivo epílogo para un
viaje que habíamos comenzado un par de semanas atrás con mi amigo Andrés en las
montañas de El Chaltén.
Para llevar a
cabo todas estas actividades contaríamos con la asistencia y la colaboración
de uno de aquellos compinches de antaño: el inefable Pedro Urbano, más conocido
como “Pedrito”. Él sería una especie de guía, y, sin que yo se lo pidiera, el encargado de
convertirme rápidamente en una celebridad.
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Twin Otter de la empresa LADE, que nos llevó desde El Calafate hasta Puerto Deseado. |
Para ubicarnos
en el relato, bien vale hacer una breve reseña de la historia de los Donín. A
mi abuelo León no lo llegué a conocer. Murió en 1953, siete años antes de mi
nacimiento, y pocas son las fotos que pude ver de él. Junto a su concuñado
Natalio Kybryk, llegaron a Puerto Deseado en el año 1931, y tiempo más tarde se
animaron a la empresa sus hijos Hildo, Cecilio y Armando, este último también
fallecido antes de mi llegada al mundo.
Su negocio, la
tienda “El Progreso”, abastecía de ropa y artículos de primera necesidad a los
habitantes de la ciudad y a los de lugares tan distantes como Las Heras, Gregores,
Río Gallegos o alguna estancia perdida en el mapa. Eso significaba transitar cientos de kilómetros sobre la dura estepa patagónica a bordo de vehículos que nada sabían
de la doble tracción y el aire acondicionado. Sólo hay que pensar en lo que
cuesta llegar hoy a esos parajes, para imaginar lo que debió haber sido hace
cinco o seis décadas atrás.
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Fachada de la que fue la tienda El Progreso. |
“Lléveme
a conocer el negocio”, fue lo primero que le pedí a Pedrito
apenas subimos a su auto para salir de ronda por la ciudad. Me dio el gusto.
La fachada del local conservaba
el estilo de las viejas casas de Deseado, en su mayoría construidas por
picapedreros yugoslavos a principios del siglo XX. De todas formas, no me
conformaba con observarlo desde la vereda; le pregunté a Pedrito si podíamos
entrar. Asintió. Supuse que a los nuevos dueños quizás les pareciese curioso
conocerme.
Un matrimonio
joven nos recibió de manera amable y escuchó mi historia con paciencia y
simpatía. “Está todo muy cambiado”,
me aclaró Pedrito al verme buscando fantasmas en las paredes. Y me lo
imaginaba, el negocio se dedicaba a otro rubro: vendía artículos para niños. El
único sobreviviente de aquella época era un antiguo maniquí de sastre que yacía
tirado en una de las habitaciones del fondo. Él encarnaba a ese envidiable
espíritu de sacrificio y a la extraña locura de permanecer meses enteros sin
ver a los seres más queridos.
“Este
es tu abuelo”, me dijo en su negocio Alex Martinovic,
mostrándome una vieja foto sacada en el Teatro Español de Deseado. Su tienda
-“La Patagonia”- se dedicaba a los ramos generales y se hallaba a cuadra y media
de la que fue El Progreso. En la imagen blanco y negro, mi abuelo aparecía
sentado en la platea con unas gafas oscuras, algo modernosas para la época. Se
suponía que la placa era inédita, ya que nadie de mi familia la tenía. Martinovic
me prometió sacarle una fotocopia y regalármela antes de que me fuera.
Estimulados por
mi presencia, Pedrito y Alex se largaron a recordar anécdotas en las cuales el
denominador común era la hombría de bien de don León. Tampoco faltaron las historias
protagonizadas por mis tres tíos, en aquel entonces muy jóvenes y con inquietudes
-y travesuras- propias de esa edad. “O tango
o negocio”, se cuenta que lo emplazaba don Kybryk a Hildo cada vez que éste
descuidaba su actividad laboral para dedicarse al canto.
Cada cliente
que entraba a la tienda era tomado del brazo por el verborrágico Urbano y
sacudido con un “¿sabés quien es él?”.
Hasta que no se le develaba el enigma, el sujeto de turno me observaba con cara
de “espero-que-sea-alguien-importante-porque-no-estoy-para-perder-el-tiempo”.
Por supuesto, cuando me sabían como “el nieto más famoso de Deseado” se
relajaban y hasta se atrevían a preguntarme alguna que otra intimidad familiar.
Como cumpliendo
ya un protocolo de gira presidencial, acto seguido nos fuimos a ver a Ramón
Fernández, alias “Ramonín”, dueño del mejor hotel de la ciudad, de una
concesionaria de autos y de una estancia en las afueras. Precisamente Pedrito
buscaba su autorización para que visitáramos su establecimiento. “La estancia es de ustedes, pueden ir cuando
quieran”, nos dijo el hombre luego de ese pequeño encuentro.
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Reserva Nacional de Cabo Blanco, sobre el Océano Atlántico. |
Para el segundo
día, Urbano nos tenía preparada una visita al intendente. Los motivos no eran
solamente mis consabidos lazos familiares con Deseado sino también laborales.
Es que, gracias a la lengua traviesa de Pedrito, yo había desembarcado, además,
con el exagerado título de “periodista especializado en turismo”. De hecho, esa
misma mañana una camioneta de la Intendencia nos había llevado a conocer la
reserva de Cabo Blanco. Lo cierto es que nuestro anfitrión nos recogió por el hotel y nos cargó hasta la municipalidad.
Al llegar a la
dependencia, Pedrito se encargó de difundir mi identidad hasta al que servía el
café. Esperamos unos minutos en la antesala de su despacho y su secretaria nos
hizo pasar a los tres.
El intendente
Diez era un hombre joven, a pesar de ello intentó poner cierta distancia. Junto
a él estaba el Director de Turismo de Deseado, tal vez el principal interesado
en la difusión que yo pudiera darle a la zona. El asunto se me pintaba serio y me
comprometía a hacer algo al respecto. Urbano puso sobre el escritorio del
intendente unas publicaciones mías que yo había traído ex profeso desde Buenos
Aires y eso me tranquilizaba. Allí estaban mis firmas. Si algo me aterraba era
pasar por chanta o por un aventurero(1).
La solemne
charla sirvió para agradecerle el viaje a Cabo Blanco y narrarle los aspectos
más destacados de nuestra reciente aventura en la zona de El Chaltén.
Naturalmente, a partir de aquí pocos temas -por no decir ninguno- nos ligaban
al mandamás de la comuna, lo que comenzó a generar una situación algo endeble y
confusa. Sin embargo, abandonar ese recinto no significaba volver a pisar sobre
tierra firme: Pedrito ya nos había armado una entrevista en la radio.
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Gruta de Lourdes, ubicada en las afueras de Puerto Deseado. |
“Hoy
en nuestros estudios contamos con la presencia de Armando De Giácomo y Andrés
B., quienes desde hace unos días andan de paseo por nuestra ciudad”,
arrancó Mario Dos Santos desde su programa matinal emitido en vivo por
frecuencia modulada. “Cuéntennos un poco
el motivo de esta visita a Puerto Deseado”, inquirió con entusiasmo
contagioso. El escenario era el clásico habitáculo vidriado lleno de
micrófonos, consolas y aparatos electrónicos. La emisora funcionaba en una
vieja casona a pocas cuadras del centro.
Tomé la palabra
y me largué a relatar con pelos y señales la saga completa de los Donín. El
locutor me seguía con atención y colaboraba con preguntas que hacían ampliar mi
historia y hasta desempolvar recuerdos archivados. Parado detrás del vidrio,
Pedrito disfrutaba como si fuera el manager de una estrella de rock o de cine.
El pobre Andrés permanecía a mi lado y contemplaba la escena con asombro.
Apenas se animó a hablar cuando Dos Santos quiso saber, y hacerle saber a su
audiencia, de qué manera se había desarrollado nuestro periplo de aventuras en
la provincia de Santa Cruz. Relatamos lo más sobresaliente del viaje y hasta
deslizamos alguna opinión sobre el diferendo limítrofe con Chile por Lago del
Desierto(2).
Dos Santos me
despidió formalmente y dio paso a un flash informativo. Durante el corte casi
diría que el reportaje siguió. La conversación giró hacia mi actividad como
dibujante humorístico, lo que provocó dos cosas: que el operador de sonido me
mangueara una caricatura, y que el locutor me diera entrada para un segundo bloque
explicando lo mismo pero al aire. Me lo tuvieron que sacar entre cuatro el
micrófono(3).
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Barcos amarrados en la ría. |
Al salir de la
radio le pedí a Pedrito un favor especial. Un poblador de Lago del Desierto me
había dado una carta de agradecimiento para el fiscal Marcos Oliva Day y
quería entregársela personalmente(4). Deseaba conocer, además, al hombre que,
junto a su esposa, había llegado en kayak hasta la Isla de los Estados cruzando
el tempestuoso estrecho de Le Maire.
“Les
presento al Luisito Piedrabuena de Deseado”, se ufanó
Urbano al entrar al despacho de Oliva Day, refiriéndose a aquel intrépido
navegante que surcara nuestros mares australes a mediados del siglo XIX. Por el
gesto del fiscal interpreté que consideraba cómica y exagerada la comparación.
El hombre, en apariencia introvertido, nos estrechó su mano y se entregó unos
minutos al diálogo. Nos preguntó cómo andaban las cosas en Lago del Desierto y
en ningún momento se dio pie para hacer alarde de sus heroicas aventuras. Que
las tenía y en cantidad.
Tratamos de
robarle alguna historia, alguna anécdota de viaje. Nos confesó tener entre
manos una expedición en kayak a través del lago San Martín con el propósito de
internarse en uno de sus solitarios brazos. También se interesó por mi
comentario sobre un artículo que hablaba de la etnia alacalufe de Puerto Edén.
Eximios navegantes como él. Prometí enviárselo(5).
“¿Ah,
vos sos el nieto de León Donín?”, irrumpió un conocido del fiscal, quien
desde hacía un instante se había acoplado a la charla. “Te acabo de escuchar por la radio”, agregó entusiasmado.
La espontánea acotación
del visitante hizo que nuestra breve estadía en la oficina de Oliva Day
culminara con una sonrisa y también con una certeza: la de saber que en Puerto
Deseado la fama no era puro cuento.
(1) A fines de
ese mismo año publiqué un artículo sobre Puerto Deseado en la revista Aire y
Sol.
(2) Pocos
meses atrás, un tribunal internacional había fallado a favor de Argentina.
(3) A los
pocos meses de este viaje, colaboré con dos ilustraciones para el diario local
El Orden.
(4) Estando en
Lago del Desierto, Oliva Day le había regalado uno de sus kayaks.
(5) El destino
quiso que me encontrara un par de veces más con este hombre, no en el Sur sino en el
almuerzo anual de los residentes deseadenses en Buenos Aires. Allí tuve el
inmenso honor de que Oliva Day me presentara ante sus conocidos como “un gran aventurero
de la Patagonia”.
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