Anécdotas y más anécdotas (1ra. parte)

Todos los viajes están plagados de anécdotas. Algunas graciosas y otras no tanto. Algunas se pueden contar y otras... bueno, no tanto. Este post es la primera entrega de una recopilación de las más significativas, emotivas, bizarras y disparatadas. Son esas pequeñas historias que salen siempre a la luz cuando, en rueda de amigos, el tema central es nuestro eterno y azaroso deambular por la Patagonia. Ah, y no se pierdan la segunda parte.

LOS AMIGOS DEL CAMPEÓN
Con mi amigo Andrés veníamos de conocer “El Pajonal”, un establecimiento rural ubicado a unos 26 kilómetros al norte de la ciudad santacruceña de Puerto Deseado. El camino de ripio discurría a escasos kilómetros del mar y por momentos lo bordeaba. Nuestro ocasional chofer era Adrián, hijo del dueño de la mencionada estancia, quien, según nos contó, ostentaba el título de Campeón Patagónico de TC o algo parecido. Su máquina de prueba era, en este caso, una flamante Ford F-100, ideal para domar a estas rutas ásperas, solitarias y salvajes.
Un par de kilómetros antes de entrar a Puerto Deseado pasamos junto al autódromo municipal y el bueno de Adrián no pudo con su genio. “¿Quieren dar unas vueltitas?”, nos desafió esta especie de “Flaco” Traverso austral, mientras exhibía un extraño brillo en sus ojos. Cuando dimos el sí, ya estábamos girando en la pista de ripio cual prueba de clasificación.
La F-100 se zamarreaba en cada derrape y nosotros dos rebotábamos de una punta a la otra de la cabina como pesados y grotescos muñecos de trapo. Además, el “viajecito” incluía explicaciones del tipo “en esta zona me pego a la cuerda”, “esta curva se agarra en segunda”, ó “ésta en tercera y sin pisar el freno”. Terroríficamente didáctico. A la salida de una curva nos sorprendió una cubierta vieja atravesada y creí que nos matábamos. Gran futuro tenía este chico. El nuestro, por unos cuantos e interminables minutos, también estuvo en manos de él.

Rápidos del río Lapataia, en el Parque
Nacional Tierra del Fuego.
HABLANDO (EN CASTELLANO) SE ENTIENDE LA GENTE
No sé cómo será la proporción de turistas en la actualidad, pero hace unos cuantos años atrás, los extranjeros que visitaban la lejana Ushuaia constituían una abrumadora mayoría. Por lejos.
Esta escasez de viajeros criollos nos provocaba la paranoia de suponer que estábamos solos entre los gringos, y dio lugar a una situación propia de un gag televisivo. En el medio de un solitario sendero del Parque Nacional Tierra del Fuego, dos rubios de incierta procedencia intentaban orientar a una mujer en el idioma de Shakespeare. Parecía perdida o algo así. Con un inglés totalmente desprolijo y desarticulado, mi amiga Gaby y yo nos acoplamos a la charla con la intención de colaborar. Los cinco tratábamos forzadamente de entendernos hasta que uno de nosotros dos deslizó sin querer un vocablo en idioma gaucho. “¡¡Pero pelotudo, ¿no ves que son argentinos?!!”, saltó uno de los falsos gringos, recriminándole a su amigo toda la pérdida de tiempo que había significado ponernos de acuerdo.

“HEIDI” EN LA PATAGONIA(1)
Se sabe que la Patagonia no es para delicados y menos para obsesivos del aseo personal. Después de viajar kilómetros y kilómetros por polvorientas rutas de ripio o caminar varios días por la montaña, uno no luce el mejor aspecto. Pero es algo que con un poco de desodorante y una pizca de buena voluntad se puede solucionar. O al menos disimular.
No fue el caso del mochilero suizo que se sentó 3 ó 4 butacas adelante mío yendo en micro de Bariloche hacia Esquel. Según un cálculo generoso, debía hacer un año que no se metía debajo de una ducha. Ese hijo de su madre apestaba de tal forma que era imposible acercarse a 5 metros a la redonda. Literalmente. Y no estoy hablando del olor a tipo que acaba de jugarse un partidito de fútbol o de tenis. Ojalá. Este era el típico chivo ácido, añejo, ese que corta la respiración, que duele.
El suizo terminó alojándose en el mismo hotel que nosotros, pero no fue lo más grave. Faltaba lo peor. A los 4 días, en viaje de Esquel hacia Trelew, la casualidad -yo diría más bien fatalidad- quiso reunirme nuevamente con el suizo en el mismo micro… ¡¡y como compañero de asiento!! Mirá que el micro es grande, ¿eh? Ignoro si durante esa corta estadía se había bañado o si lo que realmente apestaba era su ropa. Lo seguro es que fueron 7 horas insoportables. Un viaje de pesadilla. Aquel hombre era un residuo tóxico paseando con total impunidad por la Patagonia. La solución ya no era bañarlo sino quemarlo.

Cerro Tronador. El refugio Otto Meiling se
encuentra arriba y a la derecha de la imagen.
OJO CON EL INADI...
En el refugio Otto Meiling, a mitad del cerro Tronador, personajes raros había a montones. Como el peruano que se sentó a mi lado y, con cara de desesperación, deglutía un líquido color marrón que se contorneaba en una cacerola. Su aspecto exterior metía miedo. Con un pañuelo en la cabeza y barba de algunos días, era más parecido a un miembro de Sendero Luminoso que a un pacífico mochilero. El tipo estaba solo y tenía ganas de hablar con alguien.
-¿De dónde vienes? -me preguntó amistosamente como para iniciar la charla.
-De Buenos Aires -le contesté de igual modo, resumiendo una respuesta que, si tomaba en cuenta todo lo recorrido esa semana, abarcaba mucho-. ¿Y vos? -le repregunté por cortesía.
-De Perú -me contestó mientras revolvía ese “no-sé-qué” en la olla.
-¿Hacia dónde te diriges luego? -volvió a la carga interesado.
-Bueno... estoy con unos amigos... -me atajé-. Mañana bajamos a Pampa Linda y pasado nos vamos a cruzar el Paso de las Nubes.
-Ah, qué bueno -comentó con aprobación.
-Y vos... ¿para dónde vas? -pregunté desconfiado, apostando a que por su aire desentrazado terminaría tirándole unos mangos para que se volviera a Lima.
-Mañana salgo a intentar el Pico Internacional(2) -contestó fríamente.
Me mató. Con esa respuesta pulverizó mis prejuicios absurdos, y me hizo llegar a la conclusión de que todo lo insólito y extravagante pasaría definitivamente a formar parte del folklore de la montaña.
 
FUNCIÓN PRIVADA
Si tuviera que confeccionar un top five con las situaciones más bizarras, ésta, sin dudas, tendría su sitial de honor asegurado.
Marcelo, Guille, Andrés, Javier, Pablo y yo realizábamos la travesía a lo largo del valle del río Puelo, en Chile, y 1000 metros antes de llegar al lago Azul nos sorprendió un aguacero. Terrible para cualquier caminante, sobre todo cuando ocurre en un descampado.
La cosa es que llegamos empapados a la casa del poblador Miguel Gallardo. “Pasen y cuelguen todo lo que tengan mojado arriba de la cocina económica”, nos sugirió este hospitalario hombre de campo. Lo que no sabía don Gallardo, y menos su amable esposa Miroslava, es que poner a secar “todo lo que teníamos mojado” significaba que tendríamos que movernos por la casa literalmente en calzoncillos. Y así fue nomás, ante la indiferente mirada del matrimonio, hijos y algún que otro vecino que pasaba por ahí. Mientras tanto, la compacta maraña de ropa se secaba, un poco por el calor de la cocina y otro poco por el extraño vaho a cordero hervido que brotaba de unas enormes ollas.
Pero aun faltaba lo más desopilante y la gran protagonista iba a ser una vieja guitarra criolla que yacía colgada de una pared. “¿Se puede tocar?”, preguntó Andrés. El hombre hizo un gesto con la mano autorizándolo a tomarla. En minutos se puso a tirar los primeros acordes y, ya en confianza, los primeros temas. Lo que siguió fue un recital de rock nacional (mal) entonado por seis tipos en paños menores, mientras sentados en un sillón, el dueño de casa y su mujer los escuchaban acaramelados.

Río Puelo cruzando la frontera entre
Argentina y Chile.
LA COMEZÓN DEL TERCER DÍA
Antes y después de una larga travesía por la montaña hay dos momentos fundamentales: el de la última cena en la civilización y el de la primera. Es decir, uno sabe que durante 4, 5 ó 6 días va a alimentarse exclusiva y escasamente a base de fideos, arroz, paté o polenta, y reserva esos dos instantes sublimes para clavarse un matambrito tiernizado con fritas o una zapiola con todos los chiches. Y esto último era lo que habíamos pedido en un restaurant de El Bolsón la noche previa al inicio de nuestra ya mencionada aventura por el valle del Puelo. Regadas con unas cuantas cervecitas artesanales del lugar, por supuesto. Negra, para más datos.
Lo cierto es que en plena travesía me empezó a picar el cuerpo, sobre todo de la cintura para abajo, para no ahondar en detalles. Y no me afectaba sólo a mí. Más tarde o más temprano, todos iban siendo víctimas de esta misteriosa alergia que no nos dejaba dormir. La pregunta era ¿qué hicimos o comimos todos juntos en estos últimos 3 días? Sacamos deducciones, pasamos la película para atrás. La respuesta no se hizo esperar: la cerveza negra de El Bolsón. La habíamos tomado en cantidad, era la gran sospechosa.
Pero juzgar apresuradamente y sin pruebas no es bueno y así andan las cosas por culpa de eso. Nuestra intriga llegó a oídos de un poblador, quien sin dar demasiadas vueltas tiró la pregunta clave: “¿ustedes se bañaron en el lago Las Rocas?”. La respuesta fue un sí rotundo; esa tarde había hecho calor y no resistimos la tentación de darnos un chapuzón. “Entonces los agarró el ‘piojo de pato’”, concluyó tajante, poniéndole punto final a un misterio. Y a una injusticia, pobre cerveza.

Lago Pirihueico desde su extremo norte,
en Puerto Fuy.
A DIOS ROGANDO Y CON EL PIE ACELERANDO
La navegación del lago chileno Pirihueico es uno de los espectáculos más maravillosos de la Patagonia Norte. En un día soleado, por supuesto. Con Andrés, en cambio, tuvimos que resignarnos a adivinar ese paisaje a través de los vidrios empañados del ferry. Afuera diluviaba.
Afuera también había un racimo de autos y camionetas que, apenas tocáramos tierra firme, partirían raudos hacia San Martín de los Andes. No era el caso nuestro, que debíamos resolver de qué forma íbamos a completar esos 60 kilómetros, frontera mediante y bajo la lluvia. La solución era una sola: salir a cubierta y pispear si algún auto tenía lugar para llevarnos. “¿Te animás a preguntar?”, me empujó Andrés apelando a mi diplomacia.
No tardé en encontrar al destinatario de nuestros ruegos: un matrimonio chileno de mediana edad que venía a bordo de una 4x4 doble cabina. Nos aceptaron y, apenas desembarcamos, salimos como piña rumbo a la hermosa ciudad neuquina.
El matrimonio tenía un estilo de charla fluido y el viaje se hizo entretenido. Hablamos de turismo y de las bellezas que existen a ambos lados de la cordillera. A poco de entrar en territorio argentino, el hombre comenzó a mostrar una preocupante inclinación por la velocidad. El camino no lucía ideal para eso, pero bueno... él sabrá lo que hace, pensamos.
Promediando el viaje, la mujer nos hizo una pregunta singular: “¿Les incomoda si rezamos el Rosario?”. “Por supuesto que no”, le contestamos sorprendidos. Lo que vino minutos después fue una escena digna del humor absurdo de Mel Brooks. Desde adelante se escuchaba a coro y con voz firme el Dios te salve, María; llena eres de gracia..., mientras el hombre se sacaba las peligrosas curvas de encima a lo Sébastien Loeb. La camioneta derrapaba, las ruedas chillaban y las piedras salían disparadas hacia los costados del camino como proyectiles. Andrés y yo permanecíamos agarrados de las manijas de las puertas sin decir palabra; un poco por respeto a los dos fieles y otro poco por cagazo. Adelante seguían imperturbables.
Aterrizamos en San Martín de los Andes sanos y salvos y nos despedimos del matrimonio chileno con un afectuoso apretón de manos. A decir verdad, gran favor era el que acababan de hacernos, aunque le prometí a Andrés que la próxima vez que eligiera chofer iba a tener un poquito más de cuidado.
 
 
(1) “Heidi” es un apodo que reciben aquellas personas que “andan con un ‘chivo’ bajo el brazo”.
(2) Con casi 3.500 metros, es la máxima altura del cerro Tronador y oficia de límite entre Argentina y Chile. Es una escalada compleja, para la cual se necesita experiencia y material técnico costoso.
 

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