Anécdotas y más anécdotas (2da. parte)
Segunda entrega de esta recopilación de
pequeñas historias iniciada en el post
anterior. La última no pertenece a la Patagonia pero creo que valía la pena
incluirla igual. Y atenti que puede haber una tercera parte.
BICHO
BOLUDO, LA VACA
Con un amigo pasábamos la noche en el
Parque Nacional Los Alerces y entre las 3 y las 4 de la mañana percibimos ruidos
afuera de la carpa. Era como un tintineo de chapas que apenas se tocaban.
Suficiente para despertarnos.
-¡Che! ¿sentís ese ruido? -me preguntó en
voz baja y en plena oscuridad.
-Ah, seguro debe ser algún animalito que
está lamiendo lo que quedó en las ollas -le dije muy tranquilo y con pocas
ganas de salir de la bolsa para investigar.
Esa noche tuvimos fiaca de lavarlas y
habían quedado apiladas debajo de la camioneta.
-Sí… puede ser -murmuró no demasiado
convencido.
Intentamos continuar el sueño. Pasaron sólo
unos minutos y el misterioso sonido metálico regresó, esta vez con más fuerza. De pronto escuchamos el estrepitoso derrumbe de los cacharros, seguido por un tosco y pesado galope que pasó a centímetros de la carpa e hizo
temblar hasta el piso. Los dos nos incorporamos como accionados por resortes.
No se veía nada pero apuesto a que estábamos pálidos.
Mi amigo agarró una linterna y nos
asomamos por el cierre de la puerta dispuestos a encontrarnos con la criatura
menos pensada. Apuntó el haz de luz hacia la camioneta y allí, en medio de
ollas, platos y tachos desparramados, un estático ternerito nos miraba con cara
de “muchachos, yo no fui”. El animal que salió despavorido quizás haya sido su
madre, quien prefirió huir de la ruidosa escena del crimen y mandar al frente a
su hijo.
Nos salvamos de milagro. Esa bestia asustada y en plena oscuridad podía haber arrasado con la carpa como locomotora sin frenos. El ternerito, mientras tanto, fue apartándose de la camioneta como quien no quiere cargar con los platos rotos. En este caso, caídos.
-¡Bicho boludo, la vaca! -exclamó mi
amigo ofuscado, mientras nos metíamos nuevamente en las bolsas de dormir.
Durante el desayuno, el tema central no
pudo ser otro que el episodio de las vacas. Las dos chicas que acampaban a metros
nuestro no lo podían creer. De día las habíamos visto en cantidad merodeando
por la zona, pero jamás imaginamos que se tomarían tanta confianza.
-¡Bicho boludo, la vaca! -seguía
repitiendo ya casi como un axioma cada vez que recordaba el incidente.
Y las chicas y yo no podíamos parar de
reír.
Embarcadero de Candelario Mansilla, en el lago O'Higgins. |
TARDE PERO SEGURO
La pregunta “usted no es de acá, ¿no?” es
el latiguillo de un chiste que suelo contar entre mis amigos, y que algunos
repetimos como un saludo cada vez que nos vemos. Antes del beso o el abrazo nos
apuntamos mutuamente con el dedo índice y disparamos el ya clásico “usted no es de acá, ¿no?”. Lo que nunca
imaginé es que estas seis palabras iban a regalarnos un instante de tranquilidad y alegría.
Con Gaby y Sandra habíamos diseñado un
viaje que arrancaba en El Chaltén, seguía en la localidad chilena de Villa
O’Higgins y culminaba con un trekking a la vera de los Hielos Continentales,
también en suelo trasandino.
Hasta acá todo más o menos aceitado,
excepto por un detalle: nuestro amigo Leandro quería engancharse a mitad del
recorrido. El encuentro debía ser en Candelario Mansilla, un solitario
embarcadero ubicado en la costa sur del lago O’Higgins. Y exigía un día y una
hora determinada, no había margen para el error. Nosotros llegaríamos en barco desde
Villa O’Higgins y él mediante una compleja combinación de micros, lancha y
trekking que arrancaba unos días antes en la lejana San Martín de los Andes e
incluía un paso fugaz por El Chaltén. Prendiéndole, además, una vela al clima. Es que se sabe que los apacibles lagos pueden transformarse en mares, y en esas condiciones
no zarpa ni el Queen Mary. Nadie tendría noticias del otro, ya que no había señal de
celular y menos internet. Todo era cuestión de fe.
Llegamos a horario a Candelario Mansilla
y ya desde cubierta advertimos la ausencia de Leandro. Había mochileros, algún
que otro ciclista, pero de nuestro amigo ni rastros. El clima estaba fulero y
presagiaba malas noticias. ¿Habrá podido cruzar Lago del Desierto?, nos
preguntábamos. Y peor aún: ¿habrá llegado a El Chaltén? Desanimados, aceptamos
la invitación para ir en la misma lancha a conocer el glaciar O’Higgins(1).
Regresamos nuevamente a Candelario
Mansilla a eso de las 5 de la tarde. El embarcadero lucía más solitario que
antes. Volvimos a recorrer con la vista las márgenes de esa pequeña caleta y
nada. Resignados a continuar la travesía sólo los tres, nos cargamos al hombro
las mochilas y encaramos hacia tierra firme. Mientras nos despedíamos de la
tripulación, el silencio sepulcral de ese rincón de la Patagonia fue quebrado por
un grito que venía desde lo alto de una colina: “¡¡¡¡¡USTED NO ES DE ACÁ, ¿NOOOO?!!!!!”.
EXPERTO EN AGUJEROS
Es sabido que los chilenos son muy
estrictos en cuanto al ingreso a su país de alimentos o elementos que puedan
ocasionar trastornos a la salud de los seres vivos. Es más, esta contravención
puede llegar a ser castigada con severas multas.
Estábamos en la aduana de Paso Tromen, en
viaje de San Martín de los Andes hacia Pucón, cuando un empleado del lugar tomó
el bolso de un turista y extrajo un cuelga llaves fabricado artesanalmente con
una rodaja de tronco. En la cara principal se leía “Recuerdo de San Martín de
los Andes” y debajo asomaban un par de ganchos. El hombre se detuvo a estudiar
unos orificios que, a pesar del barniz, se distinguían claramente en la cara de
atrás. “Hmmm… acá anduvo la mosca de la
madera”, sentenció muy serio, para agregar a continuación un lapidario “lo lamento pero no lo puede pasar”.
Todos nos quedamos helados ante la rigurosidad del control. El “damnificado”
tomó su souvenir y, dándolo vuelta una y otra vez, le aclaró con mordacidad y
en voz alta: “Caballero, son los agujeros
por donde pasaron los ganchos”. El hombre de la aduana se puso rojo por el
papelón y el resto contuvimos, a medias, la carcajada. Eso sí, todo lo que nos había sobrado de la viandita para el almuerzo fue obligado a seguir viaje en
nuestras barrigas.
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Lago Pehoe y al fondo los Cuernos del Paine. |
CHICOS DE SU CASA
En el refugio Pehoe, en el Parque
Nacional Torres del Paine, la ronda de mates se instalaba como un lento pero
eterno carrousel. La concurrencia era nutrida. Se hablaba un poco de política,
de la actividad que realizaba cada uno en su lugar de origen, pero
fundamentalmente se hablaba de viajes. Viajes cortos, viajes largos...
Experiencias. Los gringos, sin discusión alguna, acaparaban toda la atención.
No sólo venían de conocer decenas de destinos importantes de Sudamérica, sino que
tenían por delante tantos más. Sus trips no acababan nunca: Colombia, Amazonas,
Machu Picchu, Bariloche... De la selva a la montaña. Del calor al frío. Eran
infatigables.
De aspecto muy humilde, un grupo de adolescentes chilenos escuchaba con los ojos abiertos como “dos de oro”. En sus
rostros se adivinaba un sentimiento de sana envidia. Todo el mundo quería saber
hacia dónde iba el resto. Todos eran entrevistadores y entrevistados.
-Yo estuve... ah... “Ecuator”, Camino Inca,
Bolivia, y venir para aquí... a “Tores” de Paine -contaba un alemán cuya memoria
-y era lógico después de no sé cuantos meses de viaje- parecía fallarle.
-¿Y luego hacia dónde vas? -inquirí yo.
-De aquí... a ver... Calafate, Bariloche,
Cataratas Iguazú, Brasil... y luego volar a mi país -culminó sin necesidad de
explicar -todos lo suponíamos- que eso le demandaría unos tres meses más. Y
plata, por supuesto.
Los gringos también se interesaban por los
destinos del resto. La curiosidad de una suiza se centró en el grupito de
chilenos y marcó graciosamente el mencionado contraste.
-¿Cuánto tiempo llevan en el parque? -les
preguntó simpáticamente.
-Cuatro días -respondieron tímidamente
mirándose entre sí.
-¿Y después qué hacen?
-Nos vamos para Puerto Natales.
-¿Y de allí?
-A Punta Arenas.
-¿Y luego? -cargó la joven suiza cada vez
más intrigada, esperando grandes revelaciones.
-Cada uno a su casa -dijo uno de ellos
con total inocencia ante la carcajada general.
Apagada la última risa, al resto nos
invadió una sensación ambigua: los compadecíamos en silencio por sus cortas
vacaciones, pero a la vez los envidiábamos por tener tan a mano a ese paraíso.
Lago Chico y glaciar del mismo nombre. |
NO TAN LOCO
Gaby, Sandra y yo bordeábamos la costa
este del lago
Chico, y el penoso estado del sendero nos sumergió en una feroz pesadilla. De
a ratos comencé a escuchar un sonido lejano, casi imperceptible. “¿No escuchan como una música?”, les
pregunté a las chicas, mientras revisaba con la vista para todos lados. Sus
respuestas negativas me indujeron a pensar en esas alucinaciones que sufren los
montañistas cuando andan apunados o perdidos. “¿Y quién puede ser, si no hay un ser humano en kilómetros a la redonda?”,
razonaron con algo de lógica. “Qué sé yo,
tal vez sea un poblador que haya salido a escuchar la radio”, elucubré yo,
aunque calculaba que también podía tratarse del viento. Misterio.
Unos cuantos minutos después volví a
percibir la música de antes y no era el viento. Se distinguía una voz humana y
cierta melodía. Claramente. “Perdón que
insista, pero yo sigo escuchando música”, volví a la carga intrigado,
exigiéndoles unos segundos de atención y silencio. Esta vez esperé confiado a
que me dieran la razón pero a cambio recibí gastadas. “Decime, ¿no tendrás prendido el reproductor de mp3?”, preguntó
Gaby para ir descartando un posible estado de demencia. Acertó. Lo llevaba en
el bolsillo frontal de la campera y algún tipo de presión exterior lo encendió.
Fin del misterio. Creo que nadie llegó a poner en duda mi cordura, pero tampoco
imaginábamos a un supuesto poblador del lago Chico escuchando una selección de
Maysa Leak.
NACER DE NUEVO
Acabábamos de tomar unas fotos del río
Agrio, en la provincia de Neuquén, y encaramos hacia los dos autos para seguir
viaje a Copahue. Por tratarse de un trayecto corto y sin peligro, mi amigo
Leandro le ofreció el volante de su coche a la que en ese entonces era su novia.
“Che, yo también tengo registro, ¿eh?”,
me avisó Claudia, otra de las integrantes de la troupe (voy a ocultar su
verdadero nombre para no incinerarla). “¿Querés
manejar?”, le pregunté inocente, mientras le ofrecía las llaves del otro
auto, que era alquilado. No hubo que insistirle, al segundo se sentó frente al
volante para ponerlo en marcha.
Así las cosas, Leandro, su novia, más
Gaby y Pato partieron sin problemas hacia el pueblo. Claudia, su hermana y yo
intentaríamos hacer lo mismo.
Con cierta dificultad encendió el motor y
comenzaron las primeras dudas. “A ver...
¿cómo era esto? ¿cuál es la primera?”, arrancó de movida. “¿Pero... ¿sabés manejar o no?”, le
pregunté desde el asiento del copiloto. “Sí,
bolas, no seas impaciente”, trató de calmarme, mientras desde atrás su
temerosa hermana la empujaba a desistir.
A los cabezazos, pero nos pusimos en
marcha. El auto se acomodó en una larga recta de ripio y no había más que
ponerlo a velocidad moderada y constante. Pero exigirle eso a la temeraria de
Claudia era una utopía. Envalentonada vaya a saber porqué, le entró a dar sin
asco al acelerador y el coche se le descontroló, empezó a flamear. No recuerdo
cuántos segundos pasaron, lo cierto es que nos cruzamos violentamente de carril
y terminamos entre los yuyos de la banquina contraria.
Me bajé temblando del auto y encaré hacia
la trompa. Un enorme bloque de piedra había hundido completamente el paragolpes
y yacía incrustado debajo del motor. Pensé lo peor. Pensé, también, en lo que se
venía(2) y en el maldito instante en el que se me ocurrió ofrecerle el auto.
Me senté al volante e intenté ponerlo en
marcha. Arrancó. Respiré aliviado, un problema menos. Tiré la reversa. Se movió.
Otro problema menos. Me bajé nuevamente para evaluar los daños. Milagro: el
paragolpes había recuperado su forma y lucía intacto, ni un rasguño. La piedra,
afortunadamente, se había detenido a centímetros del motor. Respiré hondo y seguimos viaje.
En Copahue, el resto del grupo nos
aguardaba intrigado. A Leandro le resultó sospechoso que llegara manejando yo.
Le conté todo. “Con razón te vi tan
pálido”, me confesó. Durante el almuerzo nos fuimos recuperando del susto,
pero les juré a todos que mientras yo estuviera a bordo de un auto, Claudita no
iba a tocar el volante ni siquiera con el pensamiento.
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Templo de las Inscripciones, en Palenque. |
TRAGAME TIERRA
Con otro profe de tenis amigo estábamos
visitando las ruinas mayas de Palenque, en el estado mexicano de Chiapas y,
como a la mayoría, se nos ocurrió trepar el imponente Templo de las
Inscripciones. La pirámide estaba coronada por un altar en forma de galería,
desde el cual se dominaba casi todo el conjunto de edificios históricos. Nos
sentamos en el último escalón y nos dedicamos a observar el paisaje de ruinas y
selva. Entre los turistas que se paseaban allá abajo, nos llamó la atención una
blonda y solitaria señorita, cuya musculosa y apretados shorts le marcaban una
silueta más que interesante. Era un minón, bah. Con mi zoom de 400 mm
comenzamos, por turnos, a seguir de cerca su andar y a elogiar a viva voz su
trasero, hasta que alguien interrumpió nuestro pasatiempo. "Ese culo es el de mi esposa", nos gruñó en perfecto
castellano y con aire desafiante un corpulento sujeto que permanecía cerca
nuestro desde hacía un rato. El personaje parecía decidido a pelear si alguno
de los dos se paraba y lo enfrentaba. Maldijimos por dentro nuestra extraña
mala suerte y le pedimos disculpas. No estábamos dispuestos a estropear nuestro
viaje por un pelotudo que se sintió “cuerneado” por una cámara de fotos.
(1) Gentileza de Hans Silva, propietario de la empresa Hielo Sur y a quien yo conocía de un viaje anterior.
(2) Entre
otras cosas, avisar a la agencia, esperar el auxilio, hacerse cargo de los
daños, etc, etc, etc...
Otras anécdotas ya publicadas en este
blog:
Comentarios
Espectacular la 2° parte!
Belén
Besos!