La ruta de los pasos perdidos (3ra. parte)
Segunda parte aquí.
COMO TURCO EN LA NEBLINA
El plan para ese día parecía sencillo. Debíamos cruzar nuevamente el río, desandar la península e iniciar una marcha paralela a la margen oriental del lago Chico hasta montarnos sobre el Paso del Tambo. Por allí arriba se desplazaba invisible el límite internacional e internándonos unos 400 metros hacia el este alcanzaríamos el refugio Río Diablo, ya en territorio argentino. Siete veranos atrás habíamos pasado la noche en él(1) y aún conservaba en mi memoria no pocos detalles de la zona. Estudiado desde lejos, el terreno a transitar se mostraba como una inofensiva combinación de bosques con extensos descampados. Je, desde lejos... se sabe que esos “descampados” pueden ser en realidad densos y ásperos matorrales que crecen hasta la cintura.
Luis nos devolvió a la orilla opuesta del río y tras una sobria despedida iniciamos la marcha. Nunca supimos si los Mansilla nos iban a echar de menos o respiraron aliviados por haberse sacado tres plomos de encima. La mañana lucía radiante y por detrás de la parte alta de la península asomaba el blanco enceguecedor del glaciar Chico.
La huella se volvió angosta pero no sufría desniveles. Todo presagiaba una marcha tranquila y nos animó a improvisar una apuesta sobre la hora de llegada. “Yo digo que llegamos entre las 4 y las 5”, arriesgó Gaby. “Entre las 6 y media y las 7”, tiró Sandra a su turno. “Mmmm... ustedes son muy optimistas. Para mí vamos a caer entre las 7 y las 8”, sentencié lapidario, tomando como antecedente lo padecido en los dos tramos anteriores. ¿El premio? El que ganaba la apuesta no lavaría las ollas, acordamos. Claro que para que hubiera ollas sucias primero tendría que haber una cena. No sé si se entiende.
A mitad del lago, un mirador de piedra nos regaló una postal extraordinaria y nos adelantó visualmente parte de la ruta. El plan consistía en filtrarnos entre los cerros Demetrio y Milanesio y, según se observaba desde allí, aún faltaba un buen trecho. Dejamos atrás esa extensa ladera descampada y nos entreveramos en un bosque hermoso. Todo parecía estar más claro pero sospechábamos que a espaldas del árbol menos pensado podía aguardarnos otro callejón sin salida. Un sector húmedo y sombrío aportó una nueva cuota de confusión pero en esto de avanzar a campo traviesa ya estábamos cancheros. Saltando de mallín en mallín pasamos frente a un puesto llamado “El Mosquito”. Para entender el porqué de su nombre bastaba con permanecer un rato quietos: decenas de jejenes comenzaban a revolotearnos con fines deshonestos. Ni hablar de quedarse allí a pasar la noche(2). A todo esto Gaby ya había perdido la apuesta y Sandra estaba por perderla.
De a ratos comencé a escuchar un sonido lejano, casi imperceptible. “¿No escuchan como una música?”, les pregunté a las chicas mientras revisaba para todos lados. Sus respuestas negativas me forzaron a pensar en esas alucinaciones que sufren los montañistas cuando andan apunados o perdidos. “¿Y quién puede ser si no hay un ser humano en kilómetros a la redonda?”, razonaron con algo de lógica. “Qué sé yo, tal vez sea un poblador que haya salido a escuchar la radio”, elucubré yo, aunque calculaba que también podía tratarse del viento. Misterio.
La intermitente senda fue virando hacia el este y se borró en otro descampado. Sobre nuestras cabezas distinguimos un extenso roquerío rodeado de vegetación muy baja. Bastante más arriba se asomaba parte del cerro Demetrio, por lo que deduje que cerca de allí estaba el paso. “Olvidémonos de la senda; empecemos a darle para arriba”, les dije a las chicas. Considerando el peso que soportaban nuestros hombros no cayó como una buena noticia.
Volví a percibir la música de antes y no era el viento. Se distinguía una voz humana y cierta melodía. “Perdón que insista, pero yo sigo escuchando música”, volví a la carga intrigado, exigiéndoles unos segundos de atención y silencio. Esta vez esperé confiado que me dieran la razón pero a cambio recibí gastadas. “Decime, ¿no tendrás prendido el reproductor de mp3?”, preguntó Gaby como para ir descartando un posible estado de demencia. Acertó. Lo llevaba en el bolsillo frontal de la campera y algún tipo de presión exterior lo encendió. Fin del misterio. Creo que nadie llegó a poner en duda mi cordura, pero tampoco imaginábamos a un supuesto poblador del lago Chico escuchando a Maysa Leak(3).
Iniciamos la dura trepada y nuestros maltratados cuerpos comenzaron a pasar factura. Los pastos se entremezclaban con terreno suelto y prometían peligrosos resbalones. Salimos a la roca firme; las sombras apagaban el blanco furioso del glaciar Chico y el horizonte ofrecía los últimos reflejos del agitado atardecer. El viento de los hielos nos castigaba con fuerza y obligaba a no quedarnos quietos. Alcanzamos la piedra más alta pero la euforia duró un suspiro: las dos lagunas y el refugio Río Diablo estaban unos cuantos metros más abajo y era imposible descolgarse por allí. Otra vez caímos en las garras de la temida oscuridad. Nos bautizamos “Los Nocheros”, ya que no había lugar al que no llegáramos en penumbras, maldita sea. Retrocedimos un poco y rodeamos el roquerío cuesta abajo hasta embocar el verdadero paso. Al llegar a la brecha reconocí el sendero y lo tomamos. Geográficamente ya pisábamos suelo argentino. Bordeamos la primera laguna por el sur y elegí acercarnos al refugio desde el flanco norte. Con una pizca de luz hubiese sido el camino más corto pero a esa hora fue un error. La senda no estaba tan marcada y a los pocos pasos fuimos frenados por un espeso monte. Nuestra paciencia se agotaba. El refugio debía estar a 50 metros pero habíamos perdido la orientación. Renunciamos a la idea de pasar la noche en él; el sentido común indicaba que debíamos echar mano a la carpa. No cabía otra alternativa.
Elegir lugar fue tan difícil como luego armarla en medio de esas ráfagas de viento. Se volaba. Apenas hundimos la última estaca revoleamos adentro las bolsas y detrás aterrizamos nosotros. Los tres perdimos aquella apuesta hecha en la mañana pero nadie lavaría las ollas porque no hubo ánimo ni fuerzas para preparar la cena.
Continuará…
(1) Entrando desde la punta norte del lago del Desierto.
Primera parte
Segunda parte
Última parte
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COMO TURCO EN LA NEBLINA
El plan para ese día parecía sencillo. Debíamos cruzar nuevamente el río, desandar la península e iniciar una marcha paralela a la margen oriental del lago Chico hasta montarnos sobre el Paso del Tambo. Por allí arriba se desplazaba invisible el límite internacional e internándonos unos 400 metros hacia el este alcanzaríamos el refugio Río Diablo, ya en territorio argentino. Siete veranos atrás habíamos pasado la noche en él(1) y aún conservaba en mi memoria no pocos detalles de la zona. Estudiado desde lejos, el terreno a transitar se mostraba como una inofensiva combinación de bosques con extensos descampados. Je, desde lejos... se sabe que esos “descampados” pueden ser en realidad densos y ásperos matorrales que crecen hasta la cintura.
Luis nos devolvió a la orilla opuesta del río y tras una sobria despedida iniciamos la marcha. Nunca supimos si los Mansilla nos iban a echar de menos o respiraron aliviados por haberse sacado tres plomos de encima. La mañana lucía radiante y por detrás de la parte alta de la península asomaba el blanco enceguecedor del glaciar Chico.
Dejamos atrás la estancia Ventisquero Chico y luego de encaramarnos sobre la ladera pusimos proa al sur. A nuestra derecha se extendía la totalidad del lago homónimo que, como una gigantesca y anchísima autopista, nos transportaba visualmente hacia el glaciar. Desde esa misma dirección se recortaba la silueta del cerro Gorra Blanca y en el corazón de los hielos se alcanzaba a ver el cordón GAEA. Aquello era realmente interesante.
La huella se volvió angosta pero no sufría desniveles. Todo presagiaba una marcha tranquila y nos animó a improvisar una apuesta sobre la hora de llegada. “Yo digo que llegamos entre las 4 y las 5”, arriesgó Gaby. “Entre las 6 y media y las 7”, tiró Sandra a su turno. “Mmmm... ustedes son muy optimistas. Para mí vamos a caer entre las 7 y las 8”, sentencié lapidario, tomando como antecedente lo padecido en los dos tramos anteriores. ¿El premio? El que ganaba la apuesta no lavaría las ollas, acordamos. Claro que para que hubiera ollas sucias primero tendría que haber una cena. No sé si se entiende.
Lo cierto es que en la montaña como en la vida, la felicidad son solo momentos: el sendero se hizo esquivo, reinaugurando nuestra clásica seguidilla de penurias diarias. En ocasiones volvíamos a encontrarlo de casualidad o retrocediendo unos metros, y en otras ocasiones no, lo que obligaba a abrirnos paso entre árboles caídos, arbustos espinosos, arroyos con orillas inaccesibles y matas que formaban un doble piso, ideal para estropearse un tobillo, como mínimo. Nuestro orgullo descendía a los infiernos al asumir que éramos incapaces de evitar los extravíos.
A mitad del lago, un mirador de piedra nos regaló una postal extraordinaria y nos adelantó visualmente parte de la ruta. El plan consistía en filtrarnos entre los cerros Demetrio y Milanesio y, según se observaba desde allí, aún faltaba un buen trecho. Dejamos atrás esa extensa ladera descampada y nos entreveramos en un bosque hermoso. Todo parecía estar más claro pero sospechábamos que a espaldas del árbol menos pensado podía aguardarnos otro callejón sin salida. Un sector húmedo y sombrío aportó una nueva cuota de confusión pero en esto de avanzar a campo traviesa ya estábamos cancheros. Saltando de mallín en mallín pasamos frente a un puesto llamado “El Mosquito”. Para entender el porqué de su nombre bastaba con permanecer un rato quietos: decenas de jejenes comenzaban a revolotearnos con fines deshonestos. Ni hablar de quedarse allí a pasar la noche(2). A todo esto Gaby ya había perdido la apuesta y Sandra estaba por perderla.
De a ratos comencé a escuchar un sonido lejano, casi imperceptible. “¿No escuchan como una música?”, les pregunté a las chicas mientras revisaba para todos lados. Sus respuestas negativas me forzaron a pensar en esas alucinaciones que sufren los montañistas cuando andan apunados o perdidos. “¿Y quién puede ser si no hay un ser humano en kilómetros a la redonda?”, razonaron con algo de lógica. “Qué sé yo, tal vez sea un poblador que haya salido a escuchar la radio”, elucubré yo, aunque calculaba que también podía tratarse del viento. Misterio.
La intermitente senda fue virando hacia el este y se borró en otro descampado. Sobre nuestras cabezas distinguimos un extenso roquerío rodeado de vegetación muy baja. Bastante más arriba se asomaba parte del cerro Demetrio, por lo que deduje que cerca de allí estaba el paso. “Olvidémonos de la senda; empecemos a darle para arriba”, les dije a las chicas. Considerando el peso que soportaban nuestros hombros no cayó como una buena noticia.
Volví a percibir la música de antes y no era el viento. Se distinguía una voz humana y cierta melodía. “Perdón que insista, pero yo sigo escuchando música”, volví a la carga intrigado, exigiéndoles unos segundos de atención y silencio. Esta vez esperé confiado que me dieran la razón pero a cambio recibí gastadas. “Decime, ¿no tendrás prendido el reproductor de mp3?”, preguntó Gaby como para ir descartando un posible estado de demencia. Acertó. Lo llevaba en el bolsillo frontal de la campera y algún tipo de presión exterior lo encendió. Fin del misterio. Creo que nadie llegó a poner en duda mi cordura, pero tampoco imaginábamos a un supuesto poblador del lago Chico escuchando a Maysa Leak(3).
Iniciamos la dura trepada y nuestros maltratados cuerpos comenzaron a pasar factura. Los pastos se entremezclaban con terreno suelto y prometían peligrosos resbalones. Salimos a la roca firme; las sombras apagaban el blanco furioso del glaciar Chico y el horizonte ofrecía los últimos reflejos del agitado atardecer. El viento de los hielos nos castigaba con fuerza y obligaba a no quedarnos quietos. Alcanzamos la piedra más alta pero la euforia duró un suspiro: las dos lagunas y el refugio Río Diablo estaban unos cuantos metros más abajo y era imposible descolgarse por allí. Otra vez caímos en las garras de la temida oscuridad. Nos bautizamos “Los Nocheros”, ya que no había lugar al que no llegáramos en penumbras, maldita sea. Retrocedimos un poco y rodeamos el roquerío cuesta abajo hasta embocar el verdadero paso. Al llegar a la brecha reconocí el sendero y lo tomamos. Geográficamente ya pisábamos suelo argentino. Bordeamos la primera laguna por el sur y elegí acercarnos al refugio desde el flanco norte. Con una pizca de luz hubiese sido el camino más corto pero a esa hora fue un error. La senda no estaba tan marcada y a los pocos pasos fuimos frenados por un espeso monte. Nuestra paciencia se agotaba. El refugio debía estar a 50 metros pero habíamos perdido la orientación. Renunciamos a la idea de pasar la noche en él; el sentido común indicaba que debíamos echar mano a la carpa. No cabía otra alternativa.
Elegir lugar fue tan difícil como luego armarla en medio de esas ráfagas de viento. Se volaba. Apenas hundimos la última estaca revoleamos adentro las bolsas y detrás aterrizamos nosotros. Los tres perdimos aquella apuesta hecha en la mañana pero nadie lavaría las ollas porque no hubo ánimo ni fuerzas para preparar la cena.
Continuará…
(1) Entrando desde la punta norte del lago del Desierto.
(2) Ya habíamos sufrido el ataque de los jejenes acampando entre el lago del Desierto y Candelario Mansilla.
(3) Cantante de la banda inglesa Incognito.
(3) Cantante de la banda inglesa Incognito.
Primera parte
Segunda parte
Última parte
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