Dos tipos audaces

Enero de 1994. La idea de unir el refugio del cerro López con Laguna Negra surgió con Hugo, un cordobés que conocí en Bariloche mientras esperaba a un amigo para salir a recorrer en auto la Carretera Austral de Chile. Fue una excitante travesía que pudo haber tenido otro final a causa de la imprevisión y del mal tiempo.


Iniciamos el ascenso al refugio López a partir del kilómetro 22,5 del Circuito Chico. Para ser más preciso, justo donde el asfalto ensaya una cerrada curva y se desprende un camino de tierra hacia Colonia Suiza.

Ganamos altura rápidamente y nos dejamos envolver por el bosque. Más arriba y a mano derecha descubrimos el hermoso salto que el arroyo López dibujaba sobre un paredón de piedra. Progresamos luego por un largo y empinado arenero, atravesamos un bosque de lengas y empalmamos el camino de tierra por donde subían los autos. Por allí nos desplazamos hasta su final, en una especie de "playa de estacionamiento" atravesada por el mismo arroyo López. Lo cruzamos y completamos sin esfuerzo el zig-zag que trepaba hasta la terraza donde se hallaba el refugio.
La casa estaba desierta de gente y era un milagro: en pleno verano suelen subir colegios, colegios y más colegios. Dejamos a un lado las mochilas y nos arrimamos a unos peñascos para contemplar la belleza del Nahuel Huapi, el Moreno y la isla Victoria.



Al día siguiente, una fina lluvia hizo que partiéramos hacia Laguna Negra recién después del mediodía. Auxiliado por una secuencia de fotos alineadas en una pared, uno de los encargados nos había explicado la ruta de la travesía. Con las queridas mochilas nuevamente al hombro enfilamos hacia la pendiente que se levantaba a la retaguardia del refugio.
En una hora de marcha desembocamos en "La Hoya", una pequeña laguna que se veía obturada por un colchón de nieve. El cielo se mantenía en gran parte nublado y el aire permanecía calmo. El lugar era hermoso pero debíamos seguir trepando, aún faltaba un trecho para la cima.
Seguimos escalando hasta ubicarnos en la base del Pico Negro, que formaba parte de la cresta del López. "Allí está el paso hacia el valle opuesto", nos había dicho el refugiero. Al llegar intentamos asomarnos hacia el otro lado pero un viento feroz nos hizo escapar aterrados.
Volvimos a arrimarnos. Las nubes impedían ver más allá de los 10 ó 15 metros. Todo era blanco, hostil y ensordecedor. Hugo me hablaba pero yo no lo escuchaba. Yo le gritaba pero era inútil. La capucha de los rompevientos agitada por las ráfagas nos enloquecía. Volvimos a recular. En esas condiciones se hacía difícil seguir. El reloj tampoco jugaba a favor nuestro.
El cielo nos hizo un guiño y nos permitió ver entre las nubes el col formado detrás del cerro Bailey Willis. A la derecha, detrás de un largo filo paralelo a nuestra ruta, se veía parte del brazo Tristeza del Nahuel Huapi. Lo empujé a Hugo a bajar. Confiaba que al caer al valle esa atmósfera endemoniada se aplacaría.
El descenso fue insostenible. La pendiente era pronunciada y todo estaba suelto. Piedras chicas y cascotes grandes. Por momentos bajábamos haciendo "skate" sobre las lajas. Las plantas de mis pies comenzaban a escribir el principio de un penoso final.
La lluvia volvía y se iba. Visto desde arriba el valle parecía pequeño; al llegar abajo dió la sensación de interminable. Desde la derecha nos escoltaba el filo del Tristeza y desde la izquierda unos siniestros paredones de roca negra. Mirábamos hacia atrás y se nos paraban hasta los pelos del culo al ver la pared que acabábamos de destrepar. Avanzábamos por una pradera mallinosa y llena de arbustos. Se trataba del alto valle del arroyo Goye. La soledad aquí tenía nombre, apellido y personalidad arrasadora.
Cambiamos nuevamente por piedra la zona de arbustos y comenzamos a subir. El dichoso col parecía inalcanzable. La trepada era suave y el terreno más firme. Una joroba de hielo pretendió cortarnos el paso pero la atravesamos tallando escaloncitos a fuerza de puntapiés.
Detrás del col las vistas eran apasionantes. Debajo nuestro se extendía una terraza congelada y más atrás la montaña caía hacia el valle del arroyo Lluvuco. También se veía la laguna CAB. El Tronador estaba oculto detrás de un festival de nubes negras y tormentosas. Me preguntaba si habíamos hecho lo correcto en salir con ese día. El cielo estaba a punto de explotar.
Sin perder altura torcimos hacia la izquierda. Debíamos bordear al Bailey Willis por detrás y meternos por entre este último y el cerro Negro.
Era tarde. Nos asomamos por un filo y sentimos placer y terror al mismo tiempo. Placer, al ver por fin el refugio allá abajo junto a la laguna; terror, al advertir que no podíamos bajar a causa de un empinado nevero que cubría gran parte de esa especie de anfiteatro. "¡¡La laguna Negra y la puta que lo parioooooó!!", retumbó en la montaña.
El tobogán de hielo se veía tentador, pero ¿quién nos garantizaba aterrizar de una sola pieza? Pensamos. Por la izquierda el rodeo era muy largo y nos esperaba otro tobogán pero de piedra suelta. Analizamos la opción diestra. El nevero se recortaba mas cerca nuestro pero para bordearlo debíamos volver a subir por el filo. No teníamos alternativa.
La bajada terminó por abrir mis ampollas y me sumergió en un tranco lento y doloroso. Con mi aprobación, Hugo se adelantó y se convirtió en un punto cada vez mas lejano. Tal vez nos separamos pensando que lo que restaba era un simple trámite. Iluso de mí.
Penosamente me acerqué a la orilla. Enfrente se veía el refugio Segré. Para seguir debía cruzar el arroyo que nacía en el nevero del fondo y mandarme por la costa norte. Metí las patas en el agua con zapatos y todo y empecé casi a correr.
La orilla era empinada y tenía varios tramos nevados. Le dí gas. Pisé la primera mancha de nieve y vi venir a una persona en dirección contraria. Era uno de los refugieros, puesto en alerta por Hugo al ver que yo no aparecía. Ya no se veía nada. El tipo tomó mi mochila para sacarme peso del cuerpo. Llegamos de noche. Las plantas de mis pies ya eran carne viva.

Por la noche soportamos una feroz tormenta y al mediodía siguiente decidimos bajar a Colonia Suiza. Intuía que mi paso sería como el de una gallina embarazada. No pretendía que Hugo caminara a la par mía; estuve de acuerdo en que tomara la delantera, ya que el descenso carecía de peligro.


La picada se lanzó en forma de caracol hacia un estrecho valle. Mi andar era tortuoso. Algunas partes de mis pies aún estaban sanas y eran las que trataba de apoyar en cada paso. Ardua tarea.
Me sumergí en un hermoso bosque. La senda se hizo plana y en ningun momento se apartaba del arroyo Goye. La caminata era agradable pero se hacía eterna. Lo tomé con filosofía. Pensé que si existía un record de tiempo para la bajada, yo estaba consiguiendo la marca opuesta.
El camino fue apartándome del río y me llevó por la periferia de una propiedad privada. Por momentos volví a trepar para luego bajar de golpe hacia la ruta. Mi reloj señalaba las 7 de la tarde. Mis pies no daban más. Todavía tenía por delante mi regreso a Bariloche ¡¡Qué buen negocio sería poner aquí una parada de taxis!!

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