Mochila a estrenar

Enero de 1990. Estaba frente a mi primera travesía seria en la montaña. Mis acompañantes eran Casimiro, a quien había conocido por medio de la cartelera de Albergues de la Juventud, y Mabel y Alejandro, dos personajes adictos al psicoanálisis que aceptaron el desafío a último momento. ¿El plan? Primero subiríamos al refugio Otto Meiling, en el Tronador, y posteriormente cruzaríamos el Paso de las Nubes.
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Muchas veces, las anécdotas de los preparativos resultan ser más sabrosas que las del mismo viaje. Se podría hablar de cómo conocí a mis compañeros, de las recomendaciones, de las advertencias, de las discusiones, de las inquietudes y también de los temores. Pero, bueno... para ahorrar espacio las dejaré para más adelante e iré directamente al grano.

La cuestión es que después de una serie de trámites y una logística más o menos aceitada amanecimos en Pampa Linda, a 80 kilómetros al oeste de Bariloche y a los pies del Tronador. Nuestra incursión por el Meiling sería de tres días y dos noches, pero daba la maldita sensación de que llevábamos pertrechos para una semana. Vaya a saber porqué razón decidimos subir con una sola mochila, la de Alejandro, aunque imagínense que más que mochila era un container. ¡¡Y lo que pesaba!!

Soltamos amarras. Una amplia huella que salía al costado de Guardaparques nos dejó a orillas del Castaño Overo, un arroyo que nace en el glaciar homónimo, en el Tronador. Un par de troncos oficiaron de puente y del otro lado, la picada comenzó a abrirse paso entre un empinado pero maravilloso bosque.
A esta altura debo decir que en realidad éramos tres para cargar un poco cada uno la mochila, ya que Mabel decidió que subiría más tarde y a caballo. El sistema de porteo no me pareció el más acertado. El sacrificado de turno se desplazaba cual burro de carga y con una expresión semejante.
Promediando las 4 horas de marcha, el exceso de equipaje y el cigarrillo provocaron en Alejandro lo que para mí ya era un final anunciado. Su deplorable estado físico le dificultaba la carburación y cargado no podía avanzar un sólo metro mas. En un lugar denominado "Descanso del potro" nos detuvimos para comer algo y relajarnos.
La que no llegó precisamente en potro fue Mabel, quien cayó minutos mas tarde confesando sin ninguna vergüenza haber subido... ¡¡EN BUGGY!! Con Casi nos miramos, algo no andaba bien.
Si en Pampa Linda había tábanos, aquí ascendían a la categoría de manifestación piquetera. Había que moverse. Antes de huir de allí e internarnos en la zona de piedras, fue necesario reorganizar la peregrinación. Alejandro estaba fuera de combate y la diminuta Mabel era incapaz de transportar semejante peso. Resultado: el "muerto", o sea la mochila, continuaría viaje entre los hombros de Casi y los míos. Sacamos pecho y nos metimos en el pedrero, dejando por un rato a nuestros amigos haciendo terapia de grupo junto a los tábanos.
La pendiente rocosa nos daba las primeras muestras de lo que se define como alta montaña. Ya no había senda, pero las marcas de pintura nos establecían el rumbo. La silueta lejana de una caña nos anunció la proximidad del refugio y al llegar a ella lo vimos. Pocos metros nos separaban ya de nuestro objetivo y los cubrimos sin problemas.
A la media hora ó más cayeron los rezagados Mabel y Alejandro. La excitación nos había hecho olvidar de ellos. Mientras celebrábamos el reencuentro tomando un café caliente dentro del refugio, recibíamos las disculpas del pobre Alejandro. Sintió que nos había fallado y prometió hacerse cargo de la mochila durante toda la bajada, como buscando una especie de redención.


Pasamos un día entero explorando entre los bloques de hielo del glaciar Castaño Overo y practicando una caminata hasta el filo de La Motte. El lugar, créanme, tiene todos los condimentos para quedarse un par de días y respirar ambiente de montaña. Fuera y dentro del refugio.


Pero apenas aterrizamos nuevamente en Pampa Linda se produjo el obvio desenlace. Mabel y Alejandro nos comunicaron su decisión -sabia al fín- de no continuar y de regresar esa misma tarde a la ciudad. A ninguno de los dos se los veía en condiciones físicas ni anímicas para intentar el Paso de las Nubes, si era tan complicado como lo pintaban. Duró poco su compañía.



Luego de pasar la noche en Pampa Linda, desarmamos rápido la carpa y temprano arrancamos hacia Paso de las Nubes. Tomamos el mismo sendero que se dirigía al arroyo Castaño Overo y unos pasos después de cruzarlo, un cartel nos desvió hacia la derecha. Nos internamos en un bosque llano, acompañados desde la derecha por el arroyo Alerce, afluente del río Manso.
Rato más tarde la picada se clavó a orillas del arroyo, invitando a cruzarlo como pudiéramos. Esta vez no había puente ni nada que se le pareciera. Entramos resignados al agua. El Alerce estaba helado y se movía muy rápido. Pero en la montaña siempre hay algo peor que congelarse las patas: del otro lado tendríamos que hundirlas hasta las rodillas en un enorme e inmundo mallín.
Escapamos perturbados del barrial e iniciamos la trepada al paso. "¿Cómo está la senda del otro lado?", le preguntamos a una parejita que venía en sentido contrario. "Es Vietnam", respondieron desencajados. Tragamos.
Llegamos al paso. Desde allí alcanzamos a ver el valle del río Frías y, más lejos, el lago homónimo. Es decir, todo lo que aún nos faltaba caminar. A nuestra izquierda colgaba el glaciar Frías, que formaba decenas de cascadas que se precipitaban al vacío.
La resbalosa bajada nos hizo sentir como el más torpe de los Tres Chiflados. Aunque la historia no terminaba ahí en el barro; tras cartón nos recibió un escarpado paredón de rocas cuya única solución parecía lanzarse en ala-delta.
Llegamos al llano con poca luz, diría que escalofriantemente justo. Armamos la carpa casi a los piés del glaciar y a pesar del ataque de los mosquitos preparamos la cena.


Bien temprano continuamos hacia el lago. La picada no sufría desniveles y estaba bien marcada, de eso era imposible quejarse, pero el caos de árboles caídos la transformaba en una pista con obstáculos. Y no se caían arbolitos de mierda, sino esos que estaban antes de que Dios creara al mundo. Eran de metro a metro y medio de diámetro más o menos. Al principio se nos ocurrió rodearlos por los laterales a costa de meternos entre densos cañaverales. Nefasta idea, a los dos pasos quedábamos encerrados y perdíamos el rumbo. Urgía una decisión: saltábamos los troncos como carajo fuera o le dejábamos de regalo a la comisión de rescate dos mochileros ensartados con caña colihue y con un rictus final de locura.
La tarea de sortear troncos nos hacía perder tiempo. En algunos casos había que quitarse las mochilas para pasarlos por debajo cuerpo a tierra. Tuve varios déjà vu relacionados con la instrucción de mi lejana colimba. Para colmo, nos quitábamos de encima un árbol y venía un mallín; pasábamos el mallín y venía otro árbol. Menos mal que a algún cerebro iluminado se le ocurrió colocar maderitas para poder caminar sobre el fango. Selva valdiviana le dicen a este tipo de regiones donde llueve poco menos que todos los días.
Cruzamos el río Frías por arriba de un tronco y la selva dejo paso a un bosque abierto y más seco. Al toque llegamos al puerto del mismo nombre, donde, por ser paso fronterizo, funcionaban Gendarmería y Aduana. Desde allí iniciaríamos nuestro regreso con bombos y platillos a Bariloche. Con mucho orgullo a cuestas. Y mucho barro.

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