Puede fallar...

Enero de 1991. Con Casimiro nos propusimos agrandar el grupo y redoblar la apuesta aventurera: primero rodearíamos al volcán Lanín por la cara este, con ascenso a un refugio incluido, y luego realizaríamos el largo trekking desde Bariloche hacia Pampa Linda. El grupo se agrandó; el que terminó achicándose -y mucho- fue el viaje.


Un sobrio festejo de Año Nuevo en San Martín de los Andes fue el preludio a nuestro aterrizaje en el paso fronterizo Tromen, a los pies de la cara norte del Lanín. A la dupla formada por Casimiro y quien relata se le agregaban nada menos que tres señoritas: Gabriela, Claudia y Analía. La primera había sido compañera mía del profesorado de tenis, las otras dos fueron reclutadas por medio de la infalible cartelera de Albergues de la Juventud.


Acampamos en un soñado bosque de araucarias y por la mañana nos pusimos en marcha. Nuestro primer objetivo era un refugio del ejército conocido como R. I. M. 26, ubicado sobre la faz norte del Lanín.
Salimos del control de Gendarmería y desembocamos en un inmenso playón de piedras volcánicas de una surtida gama de tamaños. El calor apretaba y los tábanos, sin decir "agua vá", se nos venían al humo. Debíamos llegar hasta el comienzo de una formación llamada "espina de pescado", claramente visible desde el llano.
Y comenzamos a trepar. La senda apenas alcanzaba el metro de ancho, limitada por dos terraplenes que caían a cada lado. Creo que si alguno se piantaba para algún costado hasta abajo no paraba.
La espina dejó paso a un insoportable acarreo que se transformó en una pesadilla para todos. El piso era un gran colchón de piedra suelta, lo que ocasionaba constantes deslizamientos de material al apoyar el pie. Aburrida coreografía la nuestra: dos pasos hacia arriba, uno hacia abajo.
Este "2 x 1" desafiaba a nuestro ánimo y a nuestro humor. A cada resbalón mío le sucedía una soberana y estentórea puteada -obviamente mía- que hacía estremecer a las chicas. Casimiro se mantenía callado cual monje oriental, y solo se ofuscó una vez cuando omitimos gritarle "¡¡va piedra!!", tras el desprendimiento de un cascote que le pasara al ras de un pié y podría haberlo dejado con el muñón colgando. Claudia y Analía se quejaban pero seguían. El verdadero problema era Gaby. Su rostro se le iba transformando trágicamente metro a metro; su físico había dicho basta. Entre todos le dábamos ánimo, pero su patética expresión de dolor ya no dejaba espacio para ayudas ni tiernos consejos.
La psicología de la gente bajo tales circunstancias se vuelve compleja. Muchos se preguntan "¿Qué carajo estoy haciendo aquí?" e interrogantes por el estilo. Ayudarlos es dificil porque esta misma pregunta nos la hacemos quienes subimos más o menos enteros. O sea: si no sé qué carajo estoy haciendo YO aquí, ¿cómo se lo explico al otro?
La gradiente aumentaba y el refugio aún no se veía. Claudia había apostado a tomar la delantera y sus lejanos alaridos de alegría quebrando el silencio sepulcral de la montaña anunciaron su arribo al R. I. M. 26. Alzamos nuestras miradas cansadas y esbozamos una leve mueca parecida a una sonrisa. Nos sentíamos como los desesperanzados marineros de Colón al escuchar el grito de "tierra".


El R. I. M. 26 era -no sé ahora- una casucha de chapa de unos tres metros por siete, piso de cemento, y un par de camas marineras. Infinidad de leyendas aparecían escritas a mano en las paredes de madera del interior. Entre ellas se podía leer una frase de Alfredo Barragán, el capitán de aquella balsa de troncos que cruzara el Atlántico y que decía: "Que el hombre sepa que el hombre puede"; nada mas acorde a nuestro sentir en ese momento.
La cuestión es que allí pasaríamos la noche. Extraño dormitorio este a 2500 metros sobre el nivel del mar y colgado de un freezer. ¿Qué se veía desde esa altura? Todo. El lago Tromen, las sierras de Mamuil Malal y, subiendo un poco más, los volcanes chilenos Villarrica, Quetrupillán y el lejano Llaima.
Entre la excitación y el descanso la tarde se fue diluyendo. Analía y yo fuimos a buscar nieve para fabricar agua y poder cocinar. Claudia y Casi aceptaron el desafío que significaba hacer reír a Gaby, quien a esa altura ya se había ganado el mote de "Pulgoso", el famoso perro gruñón de la tira de dibujos animados.


El descenso, al mediodía siguiente, se tornó igualmente complicado e iba a asestarle el golpe de gracia al futuro del grupo. El hecho de ir perdiendo altura no mejoraba la situación de Gabriela, sino por el contrario, cada derrape en la piedra suelta la dejaba con el culo aplastado contra el piso y cada vez mas cerca de las lágrimas. Por si esto fuera poca cosa le pifiamos a la senda principal y desembocamos en un largo y empinado tobogán de nieve.
No había tiempo, ganas, ni fuerza mental para rastrear la verdadera ruta. Decidimos montarnos sobre el planchón helado y bajar con cautela. Sabíamos que se nos congelarían desde el talón hasta los dedos, pero al menos el camino estaba despejado y se veía la espina de pescado, al final de todo.
Detrás nuestro aparecieron unos militares que habían caído al refugio esa misma mañana. Los tipos ya habían hecho cumbre y bajaban a los pedos por la nieve. Ofrecieron ayuda. No nos negamos. La asistencia incluía préstamo de piquetas más apoyo moral y psicológico. Gaby directamente usó de piqueta al jefe del grupo. Ya a estas alturas la aterrorizaba tanto dar un paso como quedarse quieta. Nuestra ciclotímica expedición ya tenía todos los ingredientes, rescate en la nieve incluido.
Con un par de fotos nos despedimos del batallón y emprendimos el tramo mas duro, no por lo difícil sino por los sentimientos de culpa y de incertidumbre que nos asaltaron. Casi y yo veníamos en silencio. Analía y Claudia, en cambio, le cantaban canciones a Gaby como una manera de hacerle llevaderas sus penurias.
Llegamos al bosque de noche. La "hoja de ruta" decía que al otro día debíamos cruzar hacia el lago Paimún, pero no era el momento de discutirlo. Seguramente el sueño nos iba a hacer reflexionar a todos.

El desayuno produjo un sinceramiento general y nos hizo delinear un cuadro de situación bien concreto. Había algo seguro: Gaby no iba más. En esas condiciones solo podría trasladarse hacia el Paimún en helicóptero... y sin mirar para abajo! Punto número dos: mi espalda se había vuelto a resentir feo de una lesión y necesitaba descanso. Y para finalizar, el broche de oro lo puso Analía, acusándolo Casimiro de autoritario. Coincidimos en que lo mejor para la salud del grupo era volver a San Martín de los Andes y rediseñar el viaje.
Desarmamos todo, y como vagabundos sin fe ni esperanza nos acercamos a la ruta para de algún modo tramitar la precipitada vuelta.
Tuvimos suerte. Un micro que entraba desde Chile aceptó cargarnos y nos devolvió a la ciudad, que en este caso y paradojicamente, fue sinónimo de tranquilidad. ¿Lo de Bariloche? Algo hicimos, pero aquella travesía larga quedó para algún otro viaje.

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