Patagonia Profunda
Este viaje planeado con Gabriela y el Casi, terminó de definirse apenas supimos que el cruce del lago O'Higgins era posible. Y no era un dato menor; se tendía el puente entre la zona de El Chaltén y los confines de la XI Región de Chile. Los preparativos consumieron horas de charlas, reflexiones y discusiones. Y tratándose de lugares tan aislados, tampoco faltaron los temores.
PRIMERA PARTE:
EL ENIGMATICO LAGO O'HIGGINS
La localidad santacruceña de El Chaltén nos recibió más iluminada que nunca. El Torre y el Fitz Roy se recortaban a pleno. Pero contrariamente a lo sucedido en otras ocasiones, esta vez no nos quedaríamos a disfrutar de sus senderos. A decir verdad, nuestro viaje arrancaría a unos 35 kilómetros al norte de allí. Con todo a cuestas nos trasladaríamos hasta el extremo sur del lago del Desierto para iniciar una travesía, al menos para nosotros, inédita.

La marcha por el bosque no era complicada, pero se hizo interminable porque veníamos cargados como mulas. Sería injusto no avisar que también existe una lancha que efectúa el mismo recorrido, abreviando a media hora lo que a pie demanda más de cinco. Pero la aventura es la aventura...
Al llegar a la cabecera norte nos encontramos con un puesto de Gendarmería y un refugio muy bien equipado. El lugar era agradable, reparado, y tenía una vista privilegiada de la cara norte del cerro Fitz Roy.
Dormimos en el refugio y partimos livianos a pasar la noche a otro puesto avanzado: el del río Diablo, ubicado al oeste y sobre el límite con Chile. Esta caminata no fue menos larga y, como es un lugar poco transitado, la huella en algunos pasajes se perdía. El valle del río Diablo al comienzo es plano, luego algo trabado y tiene una serie de trepadas sobre el final. Existen tramos con bosques de ensueño y sectores con grandes y pegajosos mallines. El refugio resultó ser un chaperío deshabitado con cuchetas, mesa, banquetas y una salamandra desvencijada. Pero como suelo afirmar en estos casos, el cansancio y las inclemencias del tiempo hacen de cuatro paredes y un techo un lujoso 5 estrellas.
Siguiendo un ratito más hacia el oeste, llegamos al límite, un gigantesco balcón natural que permitía ver al glaciar Chico cayendo desde el Hielo Continental sobre un brazo del lago O'Higgins, obviamente en Chile. Cerca de allí se encontraba un retén de Carabineros y los gendarmes nos aconsejaron no internarnos demasiado: ese es un paso no habilitado y vaya a saber de qué humor andarían los militares chilenos.

En un par de horas alcanzamos territorio chileno. El angosto sendero se convirtió en un camino de coches que, en forma de suave pendiente, descendía hacia el cuerpo central del lago O'Higgins.
En unas 5 horas desde el límite llegamos a Carabineros y acampamos en Candelario Mancilla, una bahía desde donde zarpaba la lancha que nos cruzaría al día siguiente hasta Villa O’Higgins. Este servicio funcionaba solo en verano y nada más que los viernes, por eso era vital llegar, como mucho, 24 horas antes para evitar sorpresas y no quedar varados allí una semana.
El cruce fue estupendo; el lago tiene un color verde/turquesa que deslumbra. Además, hacia el oeste se mostraban cerros con glaciares imponentes. Este espejo es binacional y del lado argentino se llama San Martín. De hecho, la lancha navegó un angosto fiordo que divide a ambos países; la orilla izquierda era Chile y la derecha, Argentina. El clima seguía de nuestro lado, y en estos parajes, créanme, es una bendición.
SEGUNDA PARTE:
LA MARCHA DEL SAN LORENZO

Desde el pueblo de Cochrane, una camioneta nos acercó a la frontera con Argentina, debido a que el San Lorenzo oficia de límite. Vadeamos a pata un arroyo helado y arrancamos de rigurosa infantería hasta lo del poblador Luis Soto, quien vive junto a su familia a los pies del cerro. Este hombre, además, nos llevó las mochilas en un caballo pilchero, ya que pesaban un infierno, las muy malditas.
La casa estaba rodeada de un paisaje maravilloso. A metros de allí bajaba el río Tranquilo y al fondo del valle se veían los glaciares de la cadena Cochrane, que se desprende del macizo del San Lorenzo.
A la mañana siguiente, Soto volvió a hacerse cargo de nuestras mochilas para guiarnos esta vez hasta territorio argentino. El plan era caer al valle del río Oro (que desagua en el lago Pueyrredón), cruzarlo en su nacimiento y bordear el glaciar de la cara oriental del San Lorenzo para alcanzar el puesto homónimo.
Trepamos algo hacia el este y caímos al valle del arroyo San Lorenzo. Al fondo de esta pampita nos esperaba otra corta subida, esta vez para entrar a Argentina. Vale aclarar que este paso no estaba habilitado, por lo tanto, más allá de la actividad que realizáramos en suelo argentino, estábamos obligados a regresar a Chile y salir "legalmente" por otro lado.
En territorio argentino Soto y sus caballos pegaron la vuelta, o sea: a penar otra vez con las mochilas. Seguimos solos un buen trecho y al llegar a las nacientes del Oro observamos que era imposible atravesarlo: el río bajaba desbocado y arrastraba bloques de hielo que nos iban a partir en cuatro. La explicación para semejante crecida era el calor, inédito para esta región de la Patagonia. Desensillamos y acampamos en el playón del río con vista a la cara noreste del San Lorenzo.

A partir de aquí solo restaba desandar la huella hacia lo de Luis Soto para organizar nuestro regreso a Cochrane. De allí seguiríamos a Coyhaique, Comodoro... y finalmente Buenos Aires.
Nuestro viaje terminaba con las sensaciones de siempre: la del orgullo por lo realizado, la de la pena por lo que quedó inconcluso, y la de saber que nos queda muchísimo aún por recorrer en esta Patagonia profunda, casi "exclusiva". No es imposible. Se requiere tiempo, ganas, buenas compañías, esfuerzo, suerte con el clima, y un paciente trabajo de búsqueda e investigación. También un poco de obsesión... y de locura.
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