La locura tiene dos ruedas (3ra. parte)

Segunda parte aquí

EN LA CANCHA SE VEN LOS PINGOS
El catamarán zarpaba a las 8. En Puerto Pañuelo había muchos turistas, entre ellos unos 5 ó 6 ciclistas, todos extranjeros. Advertí con sorpresa que sus equipajes eran demasiado reducidos comparados con el mío. Seguramente la experiencia de pedalear por todo el mundo los hizo llegar a una síntesis en cuanto a lo que se debe llevar y a lo que no. Síntesis que yo no hice, claro. Como ocurre siempre entre colegas, algunos de ellos me observaban a mí y a mi máquina con esa típica mezcla de solapada curiosidad e intriga. Envidia, seguro, no era. "Los argentinos somos muy especiales cuando viajamos", pensaba como posible excusa, mientras contemplaba resignado la parva de cosas que yacían apiladas sobre las alforjas traseras. Faltaba una reposerita y la jaula con el canario.
Había un atenuante con respecto a esta cuestión. Es que una de las desventajas de pedalear en solitario radicaba en que yo solo debía cargar con elementos que bien podían distribuirse entre 2, 3 ó más, como ser botiquín, carpa, elementos de cocina y herramientas. Y todos pesan. "Eppur si muove" (y sin embargo, se mueve), decía Galileo al referirse a la discutida traslación de la Tierra. Cuatro siglos más tarde hubiera dicho lo mismo de mi bicicleta.

Desembarcamos en Puerto Blest envueltos en su clima característico que se define con una cifra: 4.000 mm de precipitaciones anuales. Traducido al criollo: llueve todos los días y las noches también. Por los altavoces del barco, una voz metálica sugería a los turistas en tránsito hacia Chile abordar los colectivos de la empresa para trasladarse hasta el cercano lago Frías, y a los ciclistas hacer lo propio a bordo de sus máquinas. Allí nos esperaba el segundo tramo lacustre.
Los 3 kilómetros que separan a Blest de Puerto Alegre son una delicia. El camino es 100% plano y está enmarcado por coihues, cipreses de las Guaitecas y tupidos bosques que trepan hasta lo alto de los escarpados cerros. Es un trayecto para recorrerlo una y otra vez. Durante esta breve introducción terrestre fui descubriendo que la bici pesaba como una manada de elefantes. De hecho, debí apelar a una relación de cambios bastante inferior a la usual para este tipo de caminos sin pendientes.
En 15 minutos aparecí frente al lago Frías y volví a embarcar junto a un grupo de turistas, esta vez más reducido. El cielo seguía cubierto y el Tronador -bien visible durante la navegación en días despejados- era un monstruo escondido dentro de un espeso telón de nubes oscuras y lluviosas.
Por los altoparlantes del "Caleuche" -como aquella nave fantasma de leyendas- volvían a indicarnos cómo proceder una vez llegados al puesto de Aduana, ubicado en el extremo sur del lago. En el control migratorio nos darían prioridad a los ciclistas, ya que debíamos presentarnos antes de las 15 horas en Peulla para abordar el catamarán que atravesaba el lago Todos los Santos. No le di importancia a ese detalle, no estaba en mis planes llegar hasta allí ese mismo día; mi propósito era pasar la noche bastante antes, en un paraje denominado Casa Pangue.
Una vez en tierra y cumplidos los trámites, los bikers, a intervalos de 2 ó 3 minutos, fueron partiendo raudos a cubrir esos 30 kilómetros que, por lo que escuché, pintaban duros. Cambiando alguna que otra palabra con ellos supe que todos tenían como objetivo final la isla de Chiloé, previa escala en Puerto Montt. No me interesaba sumarme a la caravana con las demás bicis; sabía que cada uno tendría su ritmo, y aún el peor de ellos me sacaría 100 metros en un abrir y cerrar de ojos. Se los veía bien entrenados; de hecho, todos encararon la primera cuesta con firme entusiasmo.
Aún con mi trámite aduanero realizado preferí quedarme a esperar a que toda esa turba abordara sus micros y partiera hacia Chile. Un poco por no querer compartir el camino con nadie y otro poco por vergüenza. Quería evitar que me vieran empujando la bicicleta en cada cuesta.

La ruta hacia el límite se iniciaba al costado de la Aduana y la Gendarmería. En solo 3,5 kilómetros había que subir 200 metros, o sea que de movidita nomás comencé a trepar. Arranqué con la cadena en el plato chico y en el piñón 3; luego la pasé al 2; enseguida al 1 y ¡puf! a bajarse. Ya no daba más. Y no era una cuestión de pobre estado físico sino de fatiga muscular por repetición de movimiento. Podía estar preparado para un match de tenis de tres horas pero no para esto. Mientras mis cuádriceps se relajaban para un nuevo intento, aprovechaba para ganar metros caminando. De todas formas, este impasse recomponía a medias las cosas; empujar la bicicleta cargada cuesta arriba tampoco era la gloria. A pesar del esfuerzo, el paisaje no dejaba de conmoverme. De a poco me estaba internando en la exuberante selva valdiviana y su silencio me producía un efecto extraño, una sensación de soledad protectora.
En una hora por reloj llegué a la frontera. Un pintoresco arco hecho con troncos me despedía de Argentina y un cartel frente a él me daba la bienvenida a Chile, para ser más preciso, al Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. La llovizna persistía. Para proteger la carga trasera había fabricado una capucha plástica que encajaba justo sobre el ancho de las alforjas. Decidí sacarme una foto en la frontera junto a la bici. Lo cierto es que, pedaleando o no, estaba empezando a lograr mi objetivo, y mi medida emoción se tradujo en un movilizador optimismo.
A partir del límite internacional todo fue en bajada. Y de las bravas. El peso de todo ese "pack" -bicicleta/hombre/equipaje- hacía que, de no tocar los frenos con cierta frecuencia, me convirtiera en un bólido incontrolable. El grueso ripio hacía saltar todo lo que llevaba a bordo. Aseguré bien el equipaje, cuestión de no ir sembrando el camino con mis preciadas pertenencias. Trataba de evitar, además, los golpes bruscos de manubrio que hacían derrapar a la rueda trasera y podían eyectarme de cabeza al medio del bosque. Desde algunos claros se observaba bien abajo al inmenso playón del río Peulla, que nace en uno de los ventisqueros del cerro Tronador. A cada curva le sucedía otra, y todo en un enloquecedor y vertiginoso descenso que le frunciría el culo hasta al biker más experto.
Aterricé en el llano -nunca mejor utilizado este verbo- y mi alma recuperó la paz. Había destrepado la friolera de 800 metros, lo que dejaba en claro en qué sentido conviene efectuar esta travesía. Ya estaba en Casa Pangue. Recordé que por esta zona funcionó alguna vez el retén de Carabineros y decidí pedalear hacia él.
Pasé junto a un salto de agua y encontré algo perplejo el lugar que buscaba. Del retén sólo quedaban los restos de lo que pudo haber sido un incendio. El ancho río Peulla corría a unos 50 metros a la izquierda del camino, y al asomarme a su pequeña barranca pude ver entre las nubes al glaciar que le daba origen.
El único sitio para instalar una carpa se hallaba apretado entre el camino y el río. Almorcé liviano y me puse a armarla. En realidad era temprano, pero quería ponerme a resguardo de dos molestos actores que funcionaban de manera complementaria: la llovizna y los tábanos. Si no jodía uno, jodía el otro(1).

Sin otra novedad que la aparición de una ciclista alemana que siguió de largo hacia Peulla, pasé lo que quedaba de la tarde dentro de la carpa leyendo un libro y tratando de dormir un poco. Intenté más tarde escuchar la radio; quería saber si alguna emisora era capaz de penetrar su onda en este paraje aislado. Mi curiosidad se topó con la inconfundible voz de Lalo Mir y su programa "Animal de Radio". Los raros fenómenos del éter entraban en complicidad con la indescifrable y compleja cordillera.
Seguí jugando con el sintonizador y me detuve a escuchar algo gracioso pero a la vez muy útil. Era una emisora -como las hay en toda la Patagonia- que se dedicaba a transmitir mensajes de poblador a poblador. "Se le avisa a Don Hilario Sepúlveda, de la estancia 'El Tepú', que su hermano lo espera el martes en la terminal de Puerto Varas". "Pedro Contreras, de la comuna de Contao, comunica el fallecimiento de su señora madre Doña Marieta Ignacia Oyarzún, cuyos restos serán velados en la intendencia". Y todos de ese estilo y tenor.
Los negros nubarrones que envolvían al Tronador hicieron que las sombras se instalaran antes de lo pensado. El maravilloso glaciar Casa Pangue lucía ahora un siniestro magnetismo. Pude esa tarde haber remontado el río para acercarme hasta él, pero no me animé a abandonar las cosas. Y menos sabiendo que dependía de una de ellas para salir de ese lugar.

Continuará...

(1) Lo único que mantiene a raya a los tábanos es la lluvia, que, por supuesto, también molesta.


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