¡A pedalear que se acaba el mundo!

Enero de 1998. Durante esos últimos años, una idea bastante curiosa se había instalado en mi cabeza: realizar una travesía patagónica en bicicleta. Me propuse cruzar a Chile por el paso Pérez Rosales y salir al Pacífico. Algo cortito. Descubrí que el cicloturismo no es para cualquiera.


El catamarán a Puerto Blest zarpaba a las 8. En Puerto Pañuelo había muchos turistas, entre ellos unos 5 ó 6 ciclistas, todos extranjeros. Advertí que sus equipajes eran demasiado escuetos comparados con el mío. Quizas la experiencia de tanto pedalear por el mundo los hizo llegar a una síntesis en cuanto a lo que se debe llevar y a lo que no. Síntesis que yo no hice, claro. Como ocurre siempre entre colegas, algunos de ellos me observaban a mi y a mi máquina con esa típica mezcla de solapada curiosidad e intriga. Envidia seguro no era. "Eppur si muove" (y sin embargo se mueve), decía Galileo.


Desembarcamos en Puerto Blest envueltos en su llovizna característica y salí como tejo hacia el cercano lago Frías. Allí nos esperaba el segundo tramo lacustre. La bici pesaba mucho y sin joda.
Como dije en otro relato, en el extremo sur del lago funcionaban Aduana y Gendarmería. Tras cumplir los trámites, los demás bikers partieron raudos a cubrir los 30 kilómetros que nos separaban del pueblo chileno de Peulla, a orillas del lago Todos los Santos. Yo no tenía apuro, mi plan era pasar la noche bajando el paso fronterizo en un paraje denominado Casa Pangue.
La ruta hacia el límite se iniciaba al costado de las dependencias. En solo 3,5 kilómetros había que subir 200 metros, o sea que de movidita comencé a trepar. Plato chico y piñón 3; luego al 2; enseguida al 1 y ¡¡puf!! a bajarse. Ya no daba mas. Y no era una cuestión de pobre estado físico sino de fatiga muscular por repetición de movimiento. Mientras mis cuádriceps se relajaban para un nuevo intento aprovechaba para ganar metros caminando.
A partir de la frontera absolutamente todo fue bajada. Mi mountain bike se convirtió en un bólido no tan fácil de controlar. El peso de todo ese "pack" -bicicleta/hombre/equipaje- hacía que de no tocar los frenos con cierta frecuencia me convirtiera en un hombre-bala lanzado de trucha al medio del bosque.
Aterricé en el llano -nunca mejor utilizado este verbo- y mi alma recuperó la paz. Había destrepado la friolera de 800 metros lo que dejaba en claro en que sentido convenía efectuar esta travesía. Encontré el lugar que buscaba y me puse a armar la carpa.


Hasta el poblado de Peulla me esperaban poco más de 20 kilómetros que por lo que fui observando se presentarían planos. Disfruté como loco de ese paisaje de selva valdiviana. El cielo al fin decidió despejarse con lo cual los tábanos comenzaron su faena. La cosa se me planteó grave; si difícil ya es soportarlos teniendo las manos libres para espantarlos, se convertía en tarea imposible -y riesgosa- ahuyentarlos con las dos extremidades aferradas al manubrio.
Llegué casi sin esfuerzo a Peulla y me arrimé al embarcadero a esperar la zarpada.



El primer poblado después del lago era Ensenada, a partir del cual tomé una placentera ruta de asfalto que se dirigía hacia Ralún. Desde atrás me vigilaba el inmenso volcán Osorno y desde la derecha el Calbuco. Pero la felicidad, dicen, son solo momentos. La cinta asfáltica comenzó a corcovear y yo a putear.
Presentí mi llegada a Ralún al ver a lo lejos la lengua oceánica del estuario de Reloncaví. Bien al fondo descubrí al volcán Yate, que se levanta a espaldas de la aldea de Puelo.
El camino se aferró definitivamente al mar y comenzó a copiar la sinuosa orilla. El entorno me pareció estupendo. La selva caía a pique sobre las turquesas aguas del Pacífico y los sectores de cornisa eran pura adrenalina. Pese a transitar junto a la costa, la ruta subía y bajaba como en cualquier camino de montaña que se precie. Los malditos ingenieros que la diseñaron no pensaron para nada en los futuros ciclistas.
Cerca de las seis de la tarde y después de recorrer ese día más de 50 kilómetros arribé al pintoresco pueblo de Cochamó.



Los 30 kilómetros que me separaban de mi próximo objetivo, Puelo, mostraban el mismo aspecto que el segmento anterior. A esta altura ya casi había aprendido a buscar la mejor huella para la bicicleta observando las que dejaban los autos. Las bajadas, si bien tentadoras, escondían cierto peligro a causa de los cascotes sueltos que pululaban por toda la calzada. Mas peligrosas aún se volvían si el final se remataba con algún angosto y precario puente de madera con un zanjón debajo. Literalmente había que embocarla a la bicicleta. Me causaban mucha gracia las piedras que, pellizcadas por las cubiertas, salían despedidas hacia los costados como proyectiles. "Piiinnnnnn…", se escuchaba cada tanto. Rogaba que el curioso fenómeno no ocurriese delante de un paisano porque podía llegar a arrancarle un ojo al pobre infelíz.
La gente del lugar me dedicaba cordiales saludos a mi paso; no así algunos perros, quienes aburridos de tanta monotonía me salían ruidosos al cruce amenazando mordisquear algún pedazo de rueda... o de pierna. Los tábanos al salir el sol continuaron con su plan de hostigamiento. Nunca supe si la veintena que me perseguía era la misma de Peulla o venían haciendo carrera de postas, los muy malditos.
Llegué a Puelo. La villa se encontraba al otro lado del río homónimo pero faltaba un detalle: el puente. Existía una pequeña balsa de chapa que cruzaba a los pocos vehículos que osaban aventurarse hacia el pueblo. Los seres humanos de a pié -o en bicicleta- podían hacerse cruzar por una decena de boteros que esperaban en ambas riberas cual taxistas en una parada.



Me instalé en Puelo Alto, y por la tarde me fui descargado hasta el lago Tagua Tagua, a 12 kilómetros de allí. La bici al rodar sin peso volaba.
Al llegar a una pequeña cornisa tuve que suspender la marcha. La base del camino estaba inundada de bloques de piedra de tamaños que iban desde el de una pelota de fútbol hasta el de un lavarropas. Acababan de volar un pedazo de pared. Observé más adelante a un grupo de militares ocupados en la construcción de la ruta. Apoyé la bicicleta en el suelo y salí a caminar hacia ellos por arriba de los escombros.
Mientras esperábamos que se efectuase otra detonación, le pregunté al jefe de la cuadrilla si era posible pedalear mas allá del Tagua Tagua para regresar a Argentina vía lago Puelo. "¿Con la bici cargada?", repreguntó desconfiado mirando a mi rodado que había quedado unos 100 metros detrás. "Mmm... lo veo dificil", agregó con una sonrisa inquietante y mordaz.
Continué a pie hasta el lago. "La senda a Argentina no es mala, pero va a tener que cargar la bicicleta al hombro hartas veces, pues", me confirmó una pobladora en forma lapidaria. "Hay muchos cruces de arroyos", concluyó. Por un instante me imaginé arrastrando la bicicleta cortejado por cientos de tábanos. La escena me levantó fiebre.
Me acerqué a la orilla del lago y antes de pegar la vuelta me despedí de esa imagen con un hasta pronto. Con ó sin bici sabía que en algún momento por allí me iba a meter.

Comentarios

eduardo dijo…
Como seguramente sabras, en la actualidad el camino avanzo y bastante. De cualquier manera es muy dificil el cruce por tierra. Este verano yo lo hice desde Lago Puelo (Arg) hasta Tagua Tagua y luego segui a Pto. Varas, y relamente fue un esfuerzo tremendo,
Te paso la direccion del Blog donde estoy subiendo el relato de la travesia.
saludos
eduardo
eduardo dijo…
Va la direccion del Blog:
http://travesiamtb.blogspot.com/
saludos eduardo

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